Festín de amotinados (2000) |
La mirada del pez |
Chema Gómez de Lora |
A la playa bajábamos mi madre, mis cinco hermanos y yo acompañados de sillas plegables, fresquera, cubos con líneas onduladas, palas y rastrillos. Y también gafas de bucear, mesa oxidada, manguitos, barca de plástico y remos, inflador, red cazamariposas, toldo de color caqui... Mi madre abanderaba el cortejo con su biquini de franjas azules y rosas que nunca tapaba del todo la cicatriz que le trepaba hasta el ombligo, ni la verruga amiga de la cicatriz.
Nos mandaba extender el toldo en el suelo, colocaba a cuatro de sus hijos en las cuatro esquinas con un poste de hierro cada uno, y repartía piquetas entre los otros dos. No podíamos tener sombrillas corrientes y molientes como las otras madres-pájaras de la playa. No. Luego incrustaba su hamaca de franjas azules y rosas en la arena y piaba con las otras madres-cotorras. Yo me alejaba todo lo que podía, aunque no llegaba más allá de sus gritos. Mi madre siempre escogía la ensenada de Ondárriz, pequeñaja y amurallada por rocas como una cárcel. Me escondía en las grutas. ¡Blanca! ¡Blanca, cariño, ven un segundo! Yo no hacía ni caso. Ponía la máxima atención en mi tarea consistente en devolver pequeños peces al mar atrapados en las piscinas de las rocas. Mis hermanos y sus compinches eran los enemigos. Retenían a mis pececillos con sus redes de cazar mariposas. Sólo había un niño en toda la playa que me ayudaba a rescatar alevines. Antes de que los adversarios los aprisionaran, mi amigo aferraba los peces entre las manos y los refugiaba dentro de su bañador. Cuando mis hermanos y los otros depredadores desaparecían el chaval se bajaba el traje de baño y devolvía los pececillos a las charcas de mar. ¿No te pican? preguntaba yo, asombrada. ¿Cómo? ¿Cómo me van a picar? ¿Dónde? respondía perplejo el chico. Yo le contestaba con mi mueca habitual: apretaba la lengua sobre el lado derecho del labio inferior; una mueca que quiere decir: olvídalo, no he dicho nada, callada estoy más guapa. Llevaba tantos años coincidiendo con él en la playa que no me atrevía a preguntarle su nombre. ¡Blanca! ¡Blanca! Llevo media hora llamándote, ¡Blanquita, hija! ¿No me estás oyendo? Los gritos eran tan fuertes, despertaban la atención de tanta gente, que yo prefería acudir. Entonces el brazo pecoso de mi madre me colocaba en medio del sombrillar y hacía ras, tirando con fuerza de mi biquini hacia abajo. No se conformaba con mostrar la diferencia de color entre la piel libre y la piel cubierta por el bañador. Tenía que enseñar mi culo entero al océano. Está negra, negra-negraza, ¿habéis visto? Las franjas azules y rosas de mi traje de baño nunca quedaban paralelas a la rendija de mi culo cuando mi madre, con un cigarrillo entre los dedos, volvía a subirme la tela estirándola como la funda de un saco de dormir. Yo me lo colocaba bien y me alejaba como el correcaminos. Al principio, muy al principio, las madres-periquitas eran las únicas que miraban cómo me desnudaba mi madre. Con el paso de los veranos fueron apareciendo espectadores infantiles que conocían la hora en que se ofrecía la función a cualquier madre-codorniz que bajara en ese momento a la playa. En una ocasión vi que el socorrista se quedaba por allí, dando vueltas de gallina mareada. La mano de mi madre pujaba por bajar y la mía por subir el biquini. Aquello era ridículo. Había cumplido trece años. Volví a mi refugio. Qué rabia sentía. No fui a recoger el bocata de choped con quesito, las cuatro onzas de chocolate del economato y la pera leridana. El chico sin nombre se presentó por allí. Me encontró llorando y le conté lo del socorrista. Insistió en regalarme su bocata de chorizo de Pamplona y su plátano de Canarias. Un plátano rubio y terso, no como la pera leridana, blanducha como una bayeta mojada. Me voy a meter monja. No voy a volver a ponerme en bañador. Ver culos es de asquerosos, ¿verdad? le pregunté al chico sin nombre, mirándole a sus ojos brillantes con mis ojos vidriosos. No llores. Todos tenemos culo, más grande o más pequeño; son muy parecidos. Qué más da que la gente le eche un vistazo y apartó un rizo que me caía en los ojos. Y puse la otra mueca que tengo: morderme el labio inferior y subir las cejas, que quiere decir: soy tan tonta que no soy capaz ni de decirte que tengo unas ganas inmensas de comprarte ahora mismo un helado, un cucurucho de tres bolas, pero no puedo porque mi madre me ha dado un sablazo en la hucha y no tengo un duro. Me quedé con la mueca puesta. Él sonrió y desapareció. Pasé casi un mes sin verle porque mi madre, enfadada con una de esas madres-piquituertas con las que charlaba, nos llevó a otra playa hasta que se le pasó el cabreo. El primer día que regresamos a la ensenada de Ondárriz volví a encontrar al chico sin nombre en la gruta. Estaba sentado en una roca, mareando un palo en la charca. No te vas a meter a monja, ¿verdad? Ya sé lo que pasa, la culpa de que pienses que es horrible que te miren el culo la tiene tu madre porque te obliga a enseñarlo a cualquiera. A partir de entonces quedábamos todos los días. En las piscinas de las rocas. Yo hablando por dentro y él por fuera; él me contaba muchas historias sobre los animales. Decía que los peces-lápiz eran muy extravertidos. Con sus ojos te expresaban su confianza. Si no apartaban la mirada era como decir que te querían, que no te tenían miedo. Yo le contaba mis sentimientos, mis sueños, mis deseos, mis emociones, con una mueca, con una sonrisa, con aquel gesto, con esta frase: ¿cómo te llamas? ¿No sabes aún mi nombre? ¿Te gustaría quedarte esta noche a dormir en la playa? Hacen hogueras por las fiestas de San Bartolomé. Héctor, me llamo Héctor. Increíble. Mi madre me dio permiso. No puso la más mínima pega. Héctor me preguntó si tenía tienda de campaña. No, pero tengo un toldo caqui. Grande. Cabemos los dos perfectamente. Dejamos instalado el toldo y dimos un largo paseo mientras preparaban las hogueras. Al anochecer regresamos por el sendero estrecho, caminando entre los pinos. Héctor me podía ver de espaldas. Seguro que me miraba las piernas y los pantalones cortos que hacían zig-zag cimbreando como las hojas de las tijeras. Desanudé el jersey de la cintura porque me tapaba el culo como una falda. Aunque no tenía frío me lo puse. Por primera vez me gustaba que un chico se fijara. Cuando llegamos a la playa nos encontramos bajo el toldo caqui a mis cinco hermanos extendiendo sus sacos de dormir. Comprendí enseguida porqué mi madre me había dado permiso. A las dos de la madrugada se apagaron las hogueras. Mis hermanos estaban dormidos. Ocupaban todo el espacio bajo el toldo caqui. Héctor y yo extendimos nuestros sacos en la arena. Todavía no había sido capaz de pronunciar las dos palabras mágicas. No me podía dormir. Él tampoco. Hacía calor. Me gustas. Nada más. Ocho letras. ¿Qué me costaba decirlas? Podía distinguir perfectamente los ruidos de la nariz de Héctor. Di vueltas encima del saco como un rodillo. Por fin me quedé tranquila; bocabajo. La camiseta se había alzado hasta la espalda. La luna iluminaba mis bragas. Oía su respiración acelerada. Pensé en bajarme la camiseta, pero esa sería la prueba de que estaba despierta. Me imaginaba a Héctor contento, mirando mi pantalla blanca un poco abollada por la mitad. ¿Y si de esta manera ya le estoy diciendo que le quiero?, pensé. ¿O tendré que hacer algo más? Si me bajaba las bragas un poco, si él veía que no era involuntario, que lo hacía con la mano, sólo un poco, que no creyera que lo hacía para provocarle, era para decirle que le quería, que le quería mucho, si hubiera podido expresarlo con palabras... Esperé unos segundos, puse dos dedos en la goma, la moví un poco, la quería bajar, pero no me atreví. De pronto Héctor se dio la vuelta. Hubo un silencio frío; su saco no paraba de moverse. Sonaba como los silbidos de una tela áspera frotando otra. El ruido se fue acelerando, pero se paró de pronto. ¿Qué había ocurrido? ¿Se habría asustado? ¿Cuál era el fallo? Lloré un rato y me dormí. Con la pena de una tonta fracasada. Estuve todo el mes de octubre lamentándome por mi torpeza. El tres de noviembre recibí una carta de Héctor. Dentro del sobre venía una pequeña nota que decía: tu culo es como la mirada del pez-lápiz. Y entonces puse mi cara preferida en el espejo: abrí muchos los ojos, dejé la mirada conectada con mis pensamientos más fabulosos y no hice ninguna mueca con la boca. La tapé con tres dedos y suspiré. |
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