Festín de amotinados (2000)

Silencio

Sonia González Marín

Para ti



Estaba anocheciendo. Para Paula hacía tiempo que no era de día. Aunque el sol iluminara todos los rincones de su casa, ella apenas distinguía ya la luz del monótono gris de su vida. Miraba a través de la ventana que daba al jardín. Tenía la cabeza apoyada en el respaldo de ese sillón de cuero con el que tantas veladas había compartido.

Paula había envejecido. Se había dado cuenta de repente. Los cambios en su cuerpo le despertaron el deseo de salir corriendo. Eran ya muchos trenes los que había perdido y necesitaba cambiar. Dejar atrás veinte años de matrimonio.

Muchos años. Demasiados. Una carga que pesaba terriblemente y que también se había hecho insoportable de pronto. La falta de emociones, de sensaciones, la ausencia obligada de hijos, esos hijos deseados y renunciados por el problema de esterilidad de su marido. Alejandro nunca lo superó. Su orgullo no le dejaba encajar que el modelo de vida ansiado y planeado desde la niñez se truncara sin que él pudiera hacer nada. Sus prejuicios pudieron más que el deseo de maternidad de Paula. Un deseo disfrazado de renuncia voluntaria por una felicidad plena y ficticia en su matrimonio. Se evitaban los problemas que podían perturbar el equilibrio de la convivencia. Y Paula se ahogaba, sin que él se diera cuenta, de tantas cosas como se tragaba y que ya no digería.

Alejandro era catedrático de Derecho y conocía a grandes personalidades de la judicatura española. Paula era directora de una importante empresa de telecomunicaciones. Ambos amaban su profesión y estaban muy reconocidos en sus ámbitos. Su situación económica era más que relajada. El dinero nunca había sido un problema y, tal vez por eso, el vacío emocional no se había hecho tan patente.

Vacíos estaban el salón y el jardín. La Luna lo iluminaba todo. Paula despellejaba el poco cuero que quedaba del brazo del sillón. Continuaba pensativa. Hoy, aquel silencio que durante años le atormentó, le reconfortaba y ayudaba a ordenar sus ideas.

Desde que conoció a su marido en la universidad no se habían separado. También allí conoció a Claudia, su profesora entonces, con quien se amó en secreto y perdidamente. Pero en la sociedad de aquellos años, el momento, unos padres mayores, su juventud e inmadurez, le impidieron arriesgarse. Esa falta de coraje era una losa que le había atormentado toda la vida y que ahora pasaba factura. Era mucho tiempo reprimiendo deseos y ahogando recuerdos. Recuerdos como los que evocaba aquella noche llena de estrellas, en la que sólo el camión de la basura, ya bien entrada la madrugada, irrumpía bruscamente quebrando el silencio y el calor del momento.

No era precisamente un mal momento el que atravesaba ahora su matrimonio. La convivencia con Alejandro era cómoda. Aburrida pero sencilla. Sin altibajos. No salían demasiado. Sólo los compromisos laborales de ambos rompían la monotonía del día a día. En algunas ocasiones, Paula coincidía con Claudia que hoy dirigía una incipiente, pero prometedora compañía del sector de las telecomunicaciones. Cuando la veía aún sentía un escalofrío que le sorprendía. Tal vez porque con Alejandro nunca sintió algo parecido. Aunque no se veían con frecuencia y ambas tenía otra vida, siempre existía esa química que a Paula le atormentaba a la vez que le complacía.

Fueron dos años de amor intenso, de escarceos a escondidas en la trasera de la facultad. Tardes enteras en el sofá, agarradas de la mano, sin apenas hablar. Entonces no hacía falta. Sabían lo que cada una necesitaba sólo con respirar.

Ellas siempre imaginaron que Alejandro lo sospechaba. Pero no les importó hasta que éste declaró haberse enamorado de Paula. Todo se desmoronó. Las dudas de Paula rompieron el encanto. Un encanto sostenido con alfileres por un entorno que no les acompañaba y el temor a que la gente lo descubriera. Claudia, siempre más madura y serena, así lo demostró siempre, se apartó y dejó que las cosas siguieran su camino. Pero nunca imaginó que ese camino duraría tantos años. En esos veinte años se vieron algunas veces y, aunque siempre quedó un arraigado sentimiento de complicidad, amor y comprensión, el tiempo lo apaciguó y ya era tarde para reencontrarse con aquella pasión.

Paula, salvo en los primeros momentos de su juventud, nunca fue muy apasionada. Ni siquiera ahora se estremecía, cuando pasaba de puntillas por su vida y comprendía que se había equivocado. Tan solo movía la pierna, mientras se balanceaba en el sillón y contemplaba expectante la aurora que asomaba tímidamente entre los árboles de su jardín.

Ese carácter frío y conformista le llevó a rendirse en muchas ocasiones antes de empezar a luchar. Siempre había sido una mujer brillante profesionalmente y tuvo varias oportunidades de irse a EE.UU. como directora de la compañía para la que trabajaba. Y algo que hoy no habría dudado, entonces ni lo pensó. Nunca asumió ningún riesgo y prefirió desterrarse con su marido en una enorme vivienda a las afueras de la capital donde podían pasar los días sin intercambiar palabra.

Alejandro nunca se preocupó lo más mínimo por la carrera de Paula. El temor callado a que los triunfos de ella superaran los suyos le llevaba a esconder la cabeza. Además, siempre estuvo demasiado metido en sus asuntos. Y lo sabía. A menudo llegaba con cava y flores. Tan a menudo que ya no despertaba en Paula más que indiferencia. Nunca olvidaba cumpleaños o aniversarios y los celebraban siempre en casa con exquisiteces que él mismo elegía y que el servicio preparaba.

Las noches jamás fueron apasionadas y los orgasmos de Paula se perdían difuminados entre las sábanas. Veinte años acostándose con Alejandro y jamás disfrutó con él. Las únicas noches llenas de caricias deseadas y sentidas fueron con Claudia. Y eso, sólo ella lo sabía.

Como si recordara y reviviera aquellos días y aquellas noches con Claudia, Paula sintió frío, cruzó las piernas y los brazos, se acurrucó en el sillón y cerró los ojos porque la claridad de la mañana que atisbaba empezaba a molestarle. Llevaba horas frente al jardín y apenas se había dado cuenta. Ni siquiera se acordó de que Alejandro, que viajaba desde Argentina tras unas jornadas de derecho en la universidad de Buenos Aires, estaría a punto de llegar.

Había pasado su vida tan rápido como aquella noche. Ahora pesaban los años porque el vacío era hondo y el aburrimiento inmenso. Paula quería creer que aún tenía tiempo. Que, aunque sus cambios hormonales, que para Alejandro habían pasado desapercibidos, le estaban volviendo loca, le harían despertar del largo letargo en el que había vivido.

Despertó sobresaltada aquella mañana. Su cuerpo estaba dolorido y necesitaba estirarlo. El jardín estaba hermoso, un espléndido sol de primavera había amanecido casi a la vez que Paula. Abrió las puertas del salón que daban al jardín, paseó descalza por el césped, escuchó el silencio de la mañana temprana, sólo interrumpido por el canto de algunos pájaros que también despertaban. Y entró en la casa. Subió las escaleras hasta el dormitorio, corrió las cortinas para que toda la luz entrara. Abrió su armario, empezó a recoger sus cosas. Su corazón era un tíovivo pero, por primera vez en veinte años, estaba nerviosa e ilusionada.

Oyó la puerta. Alejandro acababa de llegar. Esa misma mañana hablaría con él.

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