Festín de amotinados (2000)

El viaje

Rosa Gutiérrez Bodas

Me miro y mi reflejo llora, pero yo le sonrío.

Ana Ortíz

A Juana, en su extrema soledad

Doña Paquita no necesitaba despertador. A primera hora de la mañana, el camión de la basura la despertaba con el ruido de los cubos vacíos al caer justo debajo de su balcón. Los empleados municipales no tenían ninguna consideración con los vecinos y seguían su recorrido diario al grito de: “Tiraaa”, oportunidad que doña Paquita aprovechaba para “tirarse de la cama”.

Doña Paquita ladeó los visillos de la ventana de su dormitorio. Observó que estaban descoloridos, pero limpios y sin ninguna arruga. A través de los cristales empañados podía distinguir el ir y venir de los transeúntes habituales del barrio. Lanzó un suspiro mientras pensaba que en otros tiempos, su marido también iría de camino al trabajo. Madrugar era la consigna de los pobres, y ella aún conservaba las buenas costumbres.

Volvió la cabeza hacia el hueco intacto de la cama y reposó sus recuerdos sobre la almohada. Cinco años sin su Cipriano era mucho tiempo. Se esforzaba en compartir las largas horas de soledad entre los quehaceres domésticos y las disertaciones con sus amigas, pero seguía sin acostumbrarse a su ausencia. Aún así, ella “tiraba pa’ lante” todos los días, como el camión de la basura.

Doña Paquita intentaba crearse obligaciones innecesarias y dedicaba buena parte de la jornada a limpiar lo que ya estaba limpio, cocinar sin medida alimentos que nunca comía y que después apilaba en el congelador en pequeños recipientes. Al cabo de un tiempo, el contenido de los mismos le servían para llenar las bolsas de la basura y vuelta a empezar con la misma tarea. Toda una vida dedicada a sacar adelante a su familia a pesar de la escasez de recursos le había marcado un ritmo de vida acelerado.

Sin perder su fe, daba gracias a Dios por permitirle que con su pensión de viudedad pudiera además de comer caliente todos los días, teñirse las canas una vez al mes y apuntarse a los viajes del Inserso dos veces al año. Además, los jueves por la tarde se reunía en el bingo con la Concha y la Trini para tentar a la suerte entre nervios y risas. Las tres amigas se turnaban la comida de los domingos y después de ver la película de la sesión de tarde, salían muy acicaladas a tomarse un descafeinado a La Esfera, donde se pasaban el resto de la tarde jugando al tute. Allí, los clientes del bar, podían deleitarse con las trifulcas de doña Paquita intentando no perder las amistades porque las 300 pesetas de la partida casi siempre iban a parar a su bolsillo.

Al fin y al cabo “las peripuestas”, como el señor Manolo, el dueño de La Esfera las había apodado, formaban parte de la atracción del local. Con sólo echar una ojeada a su aspecto, el cliente menos atisbado podía observar cómo rivalizaban entre ellas con el único fin de aparentar menos años. Sabiendo que entre las tres superaban los 200, los menos asiduos hacían apuestas para averiguar la verdadera edad de cada una. El premio al ganador consistía en un “baile con la más joven” y que por supuesto, nunca era la misma. Pero últimamente doña Paquita no se sentía tan dispuesta. Le costaba levantarse de la cama y además había perdido el apetito. De vez en cuando, una punzada en el pecho le cortaba la respiración. No obstante, ella peleaba contra el malestar y antes de salir a la calle, se aliviaba la pena dándose doble ración de colorete y se atusaba el pelo rociándose de colonia Álvarez Gómez. La guardaba en el armarito del cuarto de baño y desde que su marido dejara de usarla después de afeitarse cada mañana, sólo aspirar su olor le reconfortaba el ánimo.

Dejó de disimular su estado, cuando la Trini cayó en la cuenta de que la risa de la Paquita era cada vez menos estridente y apenas podía entrever sus dientes postizos. La visita al Centro de Salud para un reconocimiento más a fondo, fue la conclusión a la que llegaron después de una larga disertación sobre los síntomas. Muy a su pesar fue realizando una tras otra, todas las pruebas que el doctor Martínez le había recomendado para diagnosticar el porqué de sus dolencias.

Mientras se preparaba para acudir a la consulta pensaba en el doctor Martínez. Nunca le habían gustado los médicos, pero el doctor Martínez era amable con los pacientes y le inspiraba confianza. Doña Paquita, mirándose al espejo, lanzó un suspiro. A ella le hubiese gustado que su hijo fuera médico, pero nunca fue un buen estudiante y además, la muerte de su marido acabó con el proyecto. El sonido del teléfono la sacó de su ensimismamiento y con pasos renqueantes llegó hasta el cuarto de estar.

—¿Mamá? Ya iba a colgar. ¿Estás bien? Te he dicho muchas veces que pongas un supletorio en la mesilla de noche.

Doña Paquita, miró la hora en el reloj de pared y se sentó frente a él con el fin de no demorar mucho la conversación.

—Hola, hija. No te preocupes, estaba en el váter intentando colocarme estos pelos como Dios manda. ¿Te ocurre algo?

—Verás, mamá. Es que Jaime tiene que viajar la semana que viene a Londres, ya sabes, negocios, y como a mí me quedan unos días de vacaciones... bueno, quería saber si podías quedarte con Bruno.

—Pero, hija, ya sabes que no me gustan los perros...

—No, mamá, escucha, sólo tendrás que sacarlo un rato por las mañanas. Mira, te lo llevas a la compra y por las tardes cuando salgas con tus amigas lo dejas atadito en la puerta del bingo o del bar... Además, te hará compañía. Es muy cariñoso y lo tengo muy bien educado.

—No lo dudo —doña Paquita miró al reloj—. Verás, hija, estoy esperando la confirmación del viaje a Mallorca. ¡Me hace tanta ilusión volar por primera vez! Es posible que alguien se dé de baja y me llamen a última hora.

—Por favor, mamá. Es muy importante para nosotros. Con este viaje podremos estar más tiempo juntos. Sabes que Jaime y yo apenas coincidimos en los horarios y nos vemos poco.

—Yo tampoco te veo, hija. Por cierto ¿Qué sabes de tu hermano? Desde que se fue a vivir al extranjero y conoció a esa novia inglesa, Debra Dirdra o como se llame, apenas sé de su vida. Al menos antes me llamaba para pedirme dinero, pero ya hace tiempo que no lo hace y no sé si es por ahorrar o es que le ha tocado la lotería.

—No te preocupes por él, mamá. ¡Que espabile! Ya es mayorcito. Bueno, ¿te quedas con Bruno, sí o no?

—No me hace ninguna gracia, hija, pero te llamaré cuando pase por la agencia de viajes.

Doña Paquita colgó el teléfono, se puso el abrigo y bajó las escaleras del portal tan rápido como sus piernas le permitieron. Tenía prisa por llegar a la consulta. Al tiempo que caminaba por la acera, ensayaba cómo se sentiría tirando de la correa mientras Bruno se desahogaba entre las acacias del paseo.

Llegó al ambulatorio con tiempo suficiente. La cita era a las 11 y por su reloj aún faltaban 5 minutos. Se sentó en el asiento más próximo a la puerta del consultorio y esperó 10 minutos. Al oír su nombre, se levantó como un resorte hacia la puerta:

—¿Da usted su permiso?

—Pase, pase, doña Paquita. Siéntese.

—¡Ay, doctor! Cada vez me cuesta más llegar hasta aquí. ¡Mire que está cerca! Pero me encuentro cansada.

—Ya tengo los resultados de todas las pruebas.

—¿Y que tal, doctor?, ¿son buenas?

—Pues verá, doña Paquita. Va a tener que cambiar algunas cosas a partir de ahora.

—No me asuste, doctor. ¿Tengo algo malo?

—No se preocupe. Tranquila. Me gustaría hablar con alguien de su familia.

—Pues verá, doctor, mi hijo vive fuera y mi hija trabaja, ¿sabe usted? Está muy ocupada, apenas tiene tiempo para nada y...

—Está bien, tranquila. De momento tómese estas pastillas. Tres veces al día. Desayuno, comida y cena. Le aliviaran el dolor. Le doy cita para el jueves a las 10. Dígale a su hija que necesito hablar con ella. A partir de ahora deberá ocuparse algo más de usted. Yo le explicaré paso a paso en qué consiste el tratamiento. Voy a tener que ingresarla, doña Paquita. Es necesario aplicarle varias sesiones de quimioterapia. Esto es duro, pero mi deber es informarle que su estado es grave. No obstante cada persona reacciona de forma diferente ante el tratamiento y puede que mejore su calidad de vida después del ciclo. Confíe en mí.

Doña Paquita cogió la receta. Salió a la calle y anduvo sin rumbo, con la mirada baja. Cuando levantó la vista, sus ojos se clavaron en el escaparate de la agencia de viajes.

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