Festín de amotinados (2000) |
Los sonidos del caos |
Carlos Hidalgo |
A mi padre, mi eterno educador
Tú juegas a quererme, Cuando las puertas del Departamento de Lógica Sexual se plegaron detrás de Eduardo Cárdenas, sintió que le cubría toda la espina dorsal un enorme calambre. No era capaz de pensar. Había tenido un sueño incómodo y el tintineo de la lluvia en la ventana de hierro y poliéster había creado un zumbido férreo en sus oídos. Pensó en volver a sus trabajos de investigación, pero no se sentía con fuerzas. Estaba confuso. Tras cuatro semanas de batería de test dentro del Programa Heterosexual de Integración (PHI), el diagnóstico había cambiado. De su bajo índice de fertilidad en el esperma, se había pasado a una tasa de serotonina menor de lo aceptable. Decidió volver a casa. Caminó pasillo recto hasta llegar al mega-elevador. Se giró para atrás. Notó entonces un dolor punzante en el omoplato izquierdo. Lo achacó a la posición ergonómica que debía adoptar durante las dos horas que duraba la sesión cada jueves. Durante ese tiempo se le aplicaban terapias de Estímulo Condicionado (EC), asociación de imágenes, pequeñas descargas que estimularan el Sistema Nervioso Central (SNC). Pulsó el piso 102, en la azotea. Se abrochó el abrigo y se ajustó la bufanda. Salió para tomar la telecabina que le llevaría a casa. Entró y se sentó a la derecha. No había apenas viajeros a esa hora de la mañana. La hora punta comenzaba más tarde. Se inició el trayecto. Se giró otra vez hacia atrás. No había nadie. Sólo el dolor muscular que le recordaba que no se había ido. Apoyó la sien derecha contra el doble cristal y notó el frío de esas alturas. La retiró inmediatamente. Los electrodos que le colocaban a ambos lados le hacían que decenas de pliegues se le formaran donde terminaban las órbitas de los ojos. Quiso detenerse en las miradas, azules, verdes, de todos lo colores. Sólo acertó a leer, casi automáticamente, los publi-rótulos de neón instalados por las autoridades fomentando la donación de semen, incitando a todos los ciudadanos a que contribuyeran a subir los paupérrimos índices de natalidad. Pensó en Sebastián. Cómo le deseaba en ese instante. Cómo necesitaba que entrara en él y que su perilla de tres días le rasgara en la nuca. El timbre armónico le despertó. Había llegado a la torreta Y2C. Era la suya. Se protegió del frío. Salió. Entró dentro del edificio y bajó al piso 68. Atravesó el pasillo, torció a la izquierda y se volvió a girar para atrás. Nadie le seguía. Sólo aquel dolor infernal que se le bajaba al coxis y por momentos le inutilizaba toda la extremidad superior izquierda. Tecleó su código de acceso a casa e introdujo el micro-chip en la cajetilla. La puerta se plegó. Se le antojó que había tardado dos segundos más de lo normal. Se volvieron a cerrar las puertas una vez que dejara la tarjeta en el cajetín del lobby instalado a un lado. Los sensores de la luz se encendieron cuando Eduardo cruzó el umbral del salón. Pisó unas cuantas carátulas de DCC esparcidas por toda la moqueta. Tiró el abrigo y la bufanda en el sillón giratorio de cuero negro. Se sentó en el sofá y agarró el multi-mando. Hizo elevar la mesa de metacrilato y colocó los pies encima. Fue entonces cuando percibió una culpabilidad voraz. Voraz y en tres tiempos: 1º, culpable por no ser el hijo que sus padres habían deseado; 2º, culpable por no ser el ciudadano que contribuía a la perpetuación de la especie, al modelo heterosexual; 3º, culpable porque se negaba a sí mismo, porque se había dejado atrapar por la alargada sombra del Estado. Culpable. Apuntó al estéreo y puso el último DCC que Michael Stipe grabara en vida, sin embargo apareció el Stop making sense de los Talking Heads. Se quitó los zapatos, el suéter y se reclinó contra el sofá. Miró el reloj digital de la pared. Quiso volverse para atrás pero no pudo esta vez. El dolor ya le inmovilizaba. Se levantó y puso una video-conferencia. Al tercer sonido analógico la pantalla del 1575 líneas se encendió. Allí estaba Sebastián, con su mirada cautivadora que le hipnotizaba. La boca se le quedó sin voz, el cerebro sin pensamiento. Eduardo Cárdenas cogió aire y espetó. Sebas, ¡lo siento, tío! Voy a luchar por ti. Voy a seguir a tu lado. Jamás te volveré a dejar. Eduardo se dio cuenta que su voz no se había fragmentado. Sebastián entreabrió una sonrisa que dejó ver sus pequeños dientes blancos. Un haz de luz se hizo entre la ventana de hierro fundido que quebró el gris pertinaz del día. Apuntaba a la espalda de Eduardo. Le hizo sentirse bien. Esta vez no se giró hacia atrás. |
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