Festín de amotinados (2000)

El trono

Mª Encarnación Jaca Uriarte

A Javier, mi amor



El agotador viaje, durante toda la noche en un autobús para turistas, compensaba con creces la maravilla que se abría ante los ojos de Andrea. El sol, elevándose perezoso sobre el cielo del desierto de Nubia, inundaba con su reflejo el inesperado e interminable lago Nasser. A la izquierda, los dos templos de Abu Simbel se alzaban, solitarios y silenciosos, incrustados en unas moles de roca ocre, como si éstas intentaran tragárselos. Sólo los colosos de las fachadas parecían escapar a la magnificencia de las montañas achatadas. Era el primer grupo que llegaba al lugar ese día.

Los templos, todavía cerrados, se abarrotarían de visitantes en menos de dos horas, cuando aterrizara el vuelo de la mañana. A las siete en punto, un beduino se dirigió lentamente hacia el mayor de los tabernáculos. Vestía una galabeya de color azul. La especie de camisón de algodón le llegaba hasta los tobillos; sus pies iban embutidos en sandalias de cuero viejo; y el turbante blanco, que le cubría la cabeza, contrastaba con su tez oscura y curtida por el abrasador sol del desierto. Aquel hombre se sirvió de la gran llave dorada Ankh (llave de la vida), para abrir el portón del único templo que podía visitarse. Ya en el interior Andrea, impresionada por su grandeza, caminaba entre el bosque de estatuas gigantescas de atlantes osiriacos que, formadas en fila, custodiaban la nave central, hasta el pilón de acceso al amplio habitáculo del fondo. En el centro de éste, descansando sobre un podio de medio metro de altura y bordeado por un cordón de seguridad, un solemne sillón, esculpido en piedra, miraba hacia el santuario. El guía explicaba que el templo lo había mandado construir Ramsés II, en el siglo xiii a. C., y comentó, señalando el privilegiado asiento, que su trono era considerado un lugar sagrado: sólo el faraón había podido utilizarlo ya que, según contaba la leyenda, los dioses protectores del rey desatarían su ira sobre todo aquel que osara profanarlo.

Fascinada por aquella historia, Andrea quedó abstraída observando el enigmático trono. Cuando oyó el murmullo de las voces del grupo en la lejanía, se percató de que se había quedado sola en la estancia. En un impulso, sin pensarlo, saltó el cordón de seguridad, ascendió al podio y muy despacio se dejó caer en el inviolable asiento. Apoyó las manos en los brazos fríos de piedra, acariciándolos. Nerviosa, se puso erguida y cerró los ojos a la vez que respiraba hondo. No ocurría nada. Aliviada sonrió.

De repente, al intentar incorporarse, una fuerza exterior la presionó bruscamente contra la butaca. Inmovilizada no sentía los brazos ni las piernas. El furioso viento huracanado que se levantó, le azotaba con violencia el rostro y el suelo, abriéndose a sus pies, se la tragó. Cayó rodando por un oscuro túnel. Horrorizada, Andrea gritaba mientras su cuerpo golpeaba con las paredes que giraban en zigzag. El recorrido parecía interminable, pero de pronto el agujero negro la escupió. Algo magullada se puso en pie.

La sala, vacía, estaba iluminada por antorchas. Éstas colgaban de paredes gemelas pintadas con policromías en tonalidades rojas, verdes y azules. Una ancha greca dorada separaba el suelo de mármol de los decorados muros. Cuatro corredores, cuya luz era más tenue, salían de la habitación. En repetidas ocasiones, Andrea gritó con voz temblorosa pidiendo ayuda, pero el eco de sus palabras era siempre la única respuesta. Se decidió por uno de los pasillos para intentar encontrar la salida. Caminó despacio y con cautela, agudizando el oído: sólo oía silencio. El pasadizo concluyó en otra sala idéntica a la que había dejado. Volvió a probar suerte y el resultado fue el mismo. Insistió varias veces. Los túneles seguían diferentes recorridos, pero todos le conducían a estancias semejantes. Tras meditar un rato, se le ocurrió que podría estar regresando al mismo lugar. Para comprobarlo, desanudó el pañuelo que llevaba en el cuello, lo depositó sobre el suelo, y se alejó corriendo por una de las galerías. Al llegar y ver la prenda en donde la había dejado se desmoronó: ¡Era un laberinto sin salida! Exhausta y desesperada se dejó caer al suelo y, hundiendo la cabeza entre las rodillas, rompió a llorar.

Agotadas las lágrimas, Andrea sintió por primera vez verdadero arrepentimiento por su travesura, y maldijo el momento en que se atrevió a burlar y desafiar a los dioses. Le pareció que una brisa le acariciaba el cuerpo y cuando notó la mano apoyándose en su hombro, dio un respingo sobresaltada. A su lado, el guía le preguntaba si se encontraba bien. Ella, atónita, asentía con la cabeza mientras miraba en derredor: se encontraba de nuevo en el habitáculo del santuario. Frente a ella el trono la miraba desafiante.

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