Festín de amotinados (2000)

¡Ja!

Fernando Jiménez Suárez

La primera palabra que había oído en su vida fue ¡Ja! Al menos, al acudir a la memoria, era el primer sonido que recordaba, unido siempre a una imagen: aquel rostro que se acercaba a su cara, con la boca muy abierta de la que emanaba un olor fuerte e insoportable, mostrando una dentadura sucia y mechada y repitiendo sin parar ¡ja! ¡ja! ¡ja! Era una imagen desagradable en el recuerdo. Siempre le producía un escalofrío visualizarla. Pero lo más turbador de aquella visión era su continuidad durante toda la infancia llegando incluso a la actualidad, donde ya tenía el joven dieciséis años. Su padre, el causante del fatídico monosílabo, había logrado que, desde su más temprana edad, asociara esa alegre onomatopeya a situaciones nada risueñas: sólo reía cuando estaba borracho, cosa por demás habitual en él, y sus risas no eran presagio de buenaventuras sino, por el contrario, traían siempre pesadumbre, llantos, castigos y sangre.

Aquella mañana, muy temprano, también se había vuelto a despertar por el estruendo provocado en el descansillo de la escalera, pero esta vez sintió un ruido distinto, no eran portazos, ni patadas contra la puerta, ni risas cavernícolas. El ruido lo producía algo muy pesado cayendo por la escalera al tiempo que se oía un grito estentóreo que hizo salir a todos los vecinos al descansillo. Rubén salió también. Hacía ya mucho tiempo que no se sobresaltaba pero seguía incomodándole el espectáculo de aquel hombre y la mala fama que creaba en el barrio para su familia. Apoyado en el pasamanos de la escalera vio, abajo, sobre el primer escalón, la cabeza de su padre rodeada de un charco de sangre, con los ojos muy abiertos y una expresión entre interrogante y pasmada en su rostro como preguntándose todavía qué le había pasado.

Las investigaciones hechas por la policía dedujeron que el accidente se produjo por haber pisado un trozo de manzana que había en el suelo, resbalando y rompiéndose la nuca contra uno de los escalones. ¡Un resbalón! ¡Un bendito resbalón merced a un pedazo de fruta podrida había regalado paz y tranquilidad a aquella infortunada familia! Le entraron ganas de reír, pero no podía.

Seis meses habían pasado desde aquel venturoso día en que su progenitor había dejado de existir merced a un putrefacto trozo de manzana. No lo sabía nadie, excepto Jaime, el policía amigo que se la había conseguido: En un sobre, y a buen recaudo, tenía la fotografía que se tomó como prueba de la causa del incidente. Aquel objeto señalaba un antes y un después en su vida. Era su hada madrina. Pensaba, más adelante, hacerle una ampliación y enmarcarla. Pero algo no funcionaba. Quería reír y no podía. Odiaba la risa y eso no era bueno. Sus amigos contaban chistes y el no era capaz de expresar aquel sentimiento de alegría que le producía la gracia de la historia. Salía con alguna chica y lo dejaban por lo serio que estaba siempre. ¿Era la risa algo prohibido para él? Aún después de muerto aquel ser indigno, que no merecía la palabra “padre” le seguía persiguiendo al asociar la expresión de la alegría con su faz grotesca y horrible, con sus carcajadas nauseabundas sobre su cara de niño asustado. Tenía que vencer aquella prohibición inconsciente. No podía permitir que le venciera después de muerto. No, eso nunca. Tenía que reír. Tenía que reír. Ja... ja... ja.

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