Festín de amotinados (2000)

Un cuento de mi infancia

Alice Kekejian

Cuando se tienen cinco años y se vive en un país extranjero, como Arabia Saudita, todos los días son vacaciones de verano, no hay que ir al colegio y siempre hace calor.

Algunas veces por la tarde iba al zoco con mi madre y mi hermana. También nos acompañaban Mano y Ahmed, que hacían las funciones de chófer y escolta, y esto no quiere decir que fuésemos una familia rica, sino que en ese país ni mi madre, ni ninguna mujer podía conducir o ir sola a ninguna parte. Era un lugar increíble, siempre era de noche, porque una sábana negra y gigante lo cubría todo, las mujeres transmitían una tristeza que no se puede explicar con palabras, sus ropas hasta el suelo, sus caras cubiertas con velos tan negros como sus pasos de almas en pena que se arrastran, siempre por detrás de sus maridos y sin levantar la cabeza.

El bullicio que sonaba en esa lengua que yo medio conocía me gustaba, recorríamos todos los puestos y regateábamos con los comerciantes, yo con lo poco que sabía hablar, y mi madre con las manos y con dos simples palabras: “más barato”.

Yo me enfadaba con Mano siempre que íbamos al zoco porque al llegar a la calle de Alá, una de las más grandes, nos hacía dar la vuelta, y aquello me fastidiaba muchísimo, yo le preguntaba que por qué no podíamos seguir y él respondía lo mismo una y otra vez:

—Por ese camino llegas al lugar donde se castiga a la gente mala.

—¿Y por qué es mala?

—Porque roba.

—¿Y por qué roba?

—Porque es mala.

Y así hasta que un día Mano estaba hablando con mamá y eché a correr toda la calle de Alá para arriba y llegué a una gran plaza llena de gente. En el centro había un señor con una espada muy grande que sujetaba por encima de su cabeza con las dos manos y que brillaba hasta dejarte casi ciego. La gente, bueno los hombres, porque todos eran hombres gritaban; y había un señor agachado debajo del que llevaba la espada. Yo sabía que en ese momento iba a pasar algo, tenía mucho miedo, pero no podía dejar de mirar a toda esa gente, estaba paralizada y así me quedé un momento hasta que Mano me enganchó del cuello y salí volando por los aires.

Mano y yo nos miramos. Yo estaba muy asustada, los dos sabíamos lo que pasaba y nunca más me atreví a preguntar por qué no podíamos seguir calle arriba.

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