Festín de amotinados (2000)

La primavera de Praga

Mª Carmen de Lamo

En uno de los calabozos del semiderruido cuartel de la Mala Strana se encontraba Janos Marossy. Fuera, en la bella y ruinosa Praga, sus habitantes caminaban apresuradamente. Sus calles se iban quedando solitarias ante la inminencia del toque de queda, momento en el que el paso de los caminantes era sustituido por los taconazos de las grises patrullas rusas. Acababa la semana y con ella acababan también muchos sueños que los ingenuos se habían atrevido a acariciar en el breve curso de unos días de exaltación nacionalista. El futuro se anunciaba duro. Los checos todavía estaban desconcertados por la brusca sucesión de episodios que habían protagonizado en esos breves y desgraciados días. Después de sus sueños de libertad, su “primavera de Praga” había sido aplastada. El 10 de agosto los tanques rusos entran en el país y en pocos días se pasean por la Plaza de San Wenceslao. Ayer eran casi libres y hoy se ven invadidos por un ejército extranjero. El presidente Dubcek es desterrado y la ciudad se llena de rostros tártaros. La batalla que se libró en la capital checa había costado ríos de sangre, y las manifestaciones y protestas de estudiantes y obreros no pueden conseguir nada. Si la lucha fue grande, la represión fue implacable. Cárceles, muertes y deportaciones. La justicia era rápida con los rebeldes. Sus fallos dividían a los presos en tres grupos. Los que iban a morir, los que pasarían a las cárceles, y los deportados. Janos Marossy pertenecía al primero.

Solo con su desesperación, el prisionero piensa en las doce horas que le quedan por vivir. Y piensa por qué está allí. Él ya no era joven, tenía treinta y nueve años y no era presa fácil de fanatismos o de furias momentáneas. Él era un obrero, un buen profesional que cobraba un salario alto y era considerado por sus jefes. Él no simpatizaba con los estudiantes ni con los intelectuales. No podía entender que podían estos aportar al bienestar del obrero. ¿Por qué, pues, acudió en su ayuda? No lo sabe a ciencia cierta, pero cuando todos los compañeros oyeron cómo una manifestación de estudiantes estaba siendo ametrallada delante de la emisora de radio de la capital, todos se sintieron invadidos por la rabia. Y así fue como Janos, sin casi pensarlo, y al unirse con sus compañeros en el movimiento de la resistencia armada, se encontró con un fusil en las manos, un fusil que le abrasaba los dedos. Él había disparado como los demás. Él había lanzado botellas de gasolina como los demás. Él había reído, confiado y llorado como los demás. ¿En que se había distinguido de ellos? ¿Por qué no podía vivir él si sus compañeros vivían? ¿Por qué?

Y Janos pensó en Eva. Eva, su esposa desde diecinueve años atrás; la que creció a su lado en la oscura calleja de Miskolo; la que después de ser blanco de sus burlas lo fue de sus amores; su eterna compañera en sus paseos por el Puente Carlos. Eva, pequeña y gorda, que llenaba con su presencia, su alegría y su falta de belleza el diminuto y compartido piso en que habitaban. En ese momento pensaba en lo afortunados que habían sido al no tener hijos. Él moriría al día siguiente y no habría huérfanos tras él. No habría sino una viuda, una viuda que le lloraría, pero que lo haría sin temor a persecuciones porque lloraría en Austria. Eva, ante su insistencia y su recelo, había marchado a Pilsen, camino de la frontera, cuarenta y ocho horas antes de que el gobierno provisional marchara al cuartel general ruso para tratar las condiciones de la salida de las fuerzas rusas del país. Por eso, cuando la situación se hizo insostenible, en su desesperación, Janos daba gracias por lo acertado de su decisión. Él iba a desaparecer, pero al menos, ella quedaría viva y libre.

El carcelero que le había notificado la sentencia se mostraba amable con él, quizás compadecido, o quizás avergonzado de ser un checo que no luchó, que notificaba sentencias en lugar de soportarlas. Janos le odio al principio, y le maldijo, y le insultó. Luego pensó en aprovechar su aparente benevolencia para hacer llegar a Eva sus últimos pensamientos, una última carta que viniera a ser un resumen de su vida en común. El guardián la haría llegar a manos de ella por medio de algunas de las organizaciones de refugiados o a través de la Cruz Roja austríaca. Una extraña alegría le invadió, y se dispuso a escribir.

“Mi vida:

Cuando estas palabras mías lleguen a ti, ya habrá pasado todo. Me queda poco tiempo y quiero emplearlo en ti, como siempre he hecho. Escribo con miedo, pero con el gran alivio de saberte a salvo de este infierno. Veo ahora que, quizás por mi carácter, no he sido demasiado afectuoso contigo, pero tú sabes que siempre te he querido aunque no te lo haya dicho. Tú has sabido adivinarlo y también sentirlo, ¿no es cierto?

En diecinueve años esta es la primera vez que estoy separado de ti, y es la primera vez en este tiempo que me siento perdido, aturdido, desgraciado y solo. Tu compañía ha sido de tal modo la constante de mi vida que, al no tenerte conmigo, siento que no soy el que soy. ¿Sabes lo que pienso?, que mañana, cuando disparen sobre mí, algo va a quedar vivo, y eso eres tú. El éxito de nuestra vida ha sido precisamente ése, que nos hemos llegado a unir de tal modo que vivimos el uno en el otro. Piensa, pues, que aunque yo acabe ahora mi camino seguiré viviendo en ti, que tu vida será un poco la mía y que seré la imagen que guardes de mí. Entiéndelo así, mi amor, y verás que estaré en adelante aún más cerca de ti que lo estuve nunca. Que no te entristezca mi muerte porque, a despecho de los que me condenan, viviré. Soy ahora más tuyo de lo que lo fui jamás:

Janos”

El guardián tomó la carta de manos del condenado y abandonó la celda. Sonrió. Le gustaba observar los aspectos de la vida, y su oficio le proporcionaba mil ocasiones para ello. Había visto escribir a Janos, y le observó. Le había visto cerrar el sobre con mano temblona y le observó. Pensó en lo perfectamente inútiles que eran algunos actos humanos. Y es que el carcelero sabía algo que Janos no sabía. Sabía que un autobús de fugitivos había sido interceptado por las patrullas rusas a pocos kilómetros de Bratislava. Sabía que entre ellos se había infiltrado un grupo de rebeldes que con sus armas se enfrentaron a los soviéticos, y que estos, despiadadamente y de forma indiscriminada, habían arrestado a todos los pasajeros que rápidamente fueron juzgados y condenados. Sabía que entre ellos había una mujer que se encontraba encarcelada en el ala izquierda de aquel mismo edificio. Y por último, sabía que esa mujer se llama Eva.

Y el guardián, pensando en lo irónico de la vida, sonrío al romper la carta.


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