Festín de amotinados (2000)

Tapón

 Javier Arranz Molinero

Aquel día, Julio Palacio, más conocido como “Tapón”, no pudo ponerse los zapatos. Lo intentó de todas las formas conocidas y de alguna más de su propia invención, pero el resultado siempre fue el mismo, le habían crecido los pies. Asustado por aquel súbito desarrollo intentó pasear nerviosamente por la habitación pero sus enormes pies chocaban con todos los muebles. Decidió ir al zapatero para que le hiciera un par a medida. Tendría que salir a la calle descalzo y exhibir sus gigantescos apéndices. Ya no sería sólo el enano del pueblo, diana de todas las burlas, los vecinos añadirían un motivo más por el que reírse de él. Se imaginó a la mujer del zapatero, siempre tan emperifollada, al cartero, con la nariz constantemente roja, o al médico, con su temblor de manos, haciendo nuevos chistes a su costa. “Tapón”, Julio Palacio como se llamaba él mismo, salió de su casa con la cabeza bien alta, aparentando que no pasaba nada mientras pedía disculpas a diestro y siniestro por las patadas que, sin querer, propinaba a todos los transeúntes. Las burlas de sus vecinos, cada vez más encarnizadas, desinflaron la moral de “Tapón” que bajó la cabeza y aceleró el paso hasta llegar a la zapatería. En la tienda estaba la mujer del zapatero, adornada como un árbol de Navidad, mirándose en todos los espejos. Se giró hacia la puerta pero no vio nada hasta que bajó la mirada y se encontró con “Tapón” y sus pies. Comenzó a reírse con todas sus fuerzas. Tras capas y capas de maquillaje, los surcos de su rostro se hacían más profundos con cada carcajada que lanzaba. A duras penas podía articular palabra, así que se retiró a la trastienda para llamar a su marido.

Los zapatos tardarían un par de días; “no dispongo de cuero suficiente para hacer semejante obra”, le había contestado el zapatero ocultando su sonrisa con la mano. La vuelta a su casa había sido el mismo calvario, o peor, pues le estaba esperando todo el pueblo en la puerta de la zapatería. Pasaron las semanas y “Tapón” ya dominaba a la perfección sus pies. En ese tiempo había recurrido a curanderos, hechiceros, sanadores..., todo tipo de extraños remedios habían pasado por él. Experimentó picor, dolor, quemazón..., le salieron ampollas, moratones, heridas..., hasta que no lo soportó más. Echó a todos aquellos charlatanes de su casa y la noticia del enano de los pies gigantes se difundió por toda la comarca. “Tapón” hubo de recluirse en su casa para evitar las miradas y las burlas de los curiosos y los conocidos. Una de esas mañanas, “Tapón”, Julio Palacio como debería llamarse, se incorporó en la cama sin prisas, porque aquél era uno de esos días en que Dios se echó a descansar. Sin embargo, encontró que sus piernas eran demasiado pesadas. Apartó las sábanas y descubrió unas enormes piernas que hacían juego con sus grandes pies. Se bajó de la cama, experimentando una momentánea sensación de vértigo al verse tan distante del suelo. Tendría que salir a la calle para ir a la sastrería; le vino a la memoria aquel terrible día que tuvo que salir descalzo. Por fortuna, los curiosos habían dejado de acosar su casa, aburridos ante la insistencia de “Tapón” de no dejarse ver. Trató de taparse las piernas enrollándose una toalla a la cintura, pero la más grande le dejaba las rodillas al descubierto. Al final una sábana le hizo las veces de pantalón.Salió de su casa dando traspiés. No podía dominar aquellas pesadas piernas. La calle parecía desierta. Avanzó torpemente un trecho y se topó con el cartero. Con su sempiterna nariz roja, miró desconcertado a “Tapón”. Se frotó los ojos, volvió a mirar, cogió la botella que llevaba en el bolsillo de su chaqueta, apuró el último trago y miró de nuevo. Finalmente lo reconoció. Comenzó a reírse y a dar gritos, mientras se tambaleaba de un lado a otro. En un instante, como si todo el pueblo hubiese estado esperando ese momento, se vio rodeado de gente. Risas, insultos, chanzas, pareados burlones...; cuanto más rápido quería andar “Tapón”, menos controlaba sus pasos, hasta que perdía el equilibrio y caía. Entonces, la fiesta alcanzaba su mayor apogeo, jaleando a “Tapón” para que se levantara. Por fin llegó a la sastrería.

Los pantalones tardarían un par de días; “no dispongo de tela suficiente para hacer semejante obra”, le había contestado el sastre ocultando su sonrisa con la mano. Esta vez, las noticias sobre el nuevo cambio de “Tapón” llegaron más lejos, hasta la gran ciudad. Un grupo de investigadores de la capital encabezados por el médico del pueblo se abrió paso entre la multitud expectante que deseaba presenciar aquel fenómeno. “Tapón”, que había sido bautizado como Julio Palacio, se negó rotundamente a abrir la puerta a nadie. Tras muchas discusiones y ruegos, el equipo médico logró entrar. La primera impresión dejó a los investigadores perplejos, y sin poder contenerse, empezaron a reír y reír sin control. El médico del pueblo, en pleno ataque de tos y de risa, con la mano temblorosa, fruto de una rara enfermedad contraída en alguno de sus múltiples escarceos amorosos según las noticias que tenía “Tapón”, le acercó una nota para que la firmara. Era una autorización para que los médicos pudieran realizar todas las pruebas que fueran necesarias con él. “Tapón” firmó aquella hoja con el profundo deseo de que se acabara aquella tortura de una vez. Le llenaron la casa de todo tipo de instrumentos, aparatos y medicinas. Tras la primera sesión de ocho agotadoras horas, el equipo médico se despidió con la dolorosa promesa de volver al día siguiente. Durante cuatro semanas estuvo sufriendo todo tipo de lavativas, pinchazos, sangrías, friegas, auscultaciones, pruebas físicas...; en ese tiempo le habían aumentado las manos de tamaño. Le pesaban tanto que no podía levantar los brazos y los llevaba bamboleando de un lado para otro. Otra de esas mañanas, se despertó con la agradable sensación de poder mover las manos, sin embargo, mantenía la cabeza totalmente rígida. Se levantó torpemente de la cama y comprobó ante el espejo que todo su cuerpo, excepto la cabeza, se había acomodado a su nuevo tamaño. Rasgó tres camisas intentando ponérselas y se alarmó al pensar que tendría que volver a salir a la calle para ir a la sastrería. La tos convulsiva del médico del pueblo anunció su llegada. Entró apresuradamente, con el ímpetu de quien trae una noticia importante. Se detuvo un momento al percatarse del nuevo cambio de “Tapón”, pero enseguida recuperó la premura. Le comunicó que, aunque seguían sin hallar el motivo de aquellas súbitas transformaciones, se habían dado cuenta de que esos cambios de tamaño podían ser muy perjudiciales para su salud. “Tapón” se asustó, pero el médico lo tranquilizó diciendo que tenía todo bajo control y, con su mano temblorosa, le tendió una nota según la cual autorizaba al equipo médico a utilizar su cadáver en cuantos experimentos hicieran falta. Presa de la furia, “Tapón” cogió al médico por las solapas y, sin darse apenas cuenta, lo levantó sobre el suelo. Abrió la puerta y lo echó a la calle. Aquella agitación le había turbado en exceso, se sintió mal y se desplomó, haciendo vibrar los cimientos de su casa. En ese instante, la cabeza comenzó a aumentar de tamaño hasta que armonizó con el resto del cuerpo. El sastre, que avisado por el médico iba hacia la casa de “Tapón” a tomarle las medidas para una nueva camisa, fue el primero en encontrarse con el cadáver. Se quedó embobado mirando su extrema hermosura, su grandeza, su fortaleza, su virilidad, su aura... No le reconoció hasta que fijándose en su rostro se dio cuenta de que conservaba sutilmente algunos rasgos de “Tapón”. La noticia se propagó como reguero de pólvora. Muy pronto, todo el pueblo estaba esperando ante la puerta de la casa para poder ver aquel cadáver. Todo el que lo veía se deshacía en elogios y se declaraba amigo suyo de toda la vida. Durante varios días pasaron ante él gentes de todos los pueblos de la comarca. El día del entierro, entre la multitud que llenaba el cementerio se encontraba la mujer del zapatero que estaba más engalanada y más pintada que nunca, el cartero que lloraba desconsoladamente mientras bebía para olvidar la pena, y el médico, que con su mano temblorosa dejaba caer puñados de tierra sobre el ataúd. Después de la ceremonia plagada de llantos desgarrados y conciencias culpables, se colocó una estatua en la plaza del pueblo, reproduciendo el cuerpo del que un día fue “Tapón” y ahora es, ya para siempre, Julio Palacio.

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