Festín de amotinados (2000)

De lo que siembres

 César Astudillo

Eduardo Garrido, más conocido como “Garrido el del duende”, el director creativo más cotizado de todo Madrid y estrella indiscutible de la agencia Foster SPC, aspiró con elegancia la tercera raya de coca a través de un billete enrollado de diez mil pesetas. Cosa de un minuto después, y tras cambiar un par de frases ingeniosas con Agatha Ruiz de la Prada y con Mariscal, se llevó la mano a la frente con expresión de extrañeza, dejó caer el vodka con naranja como en cámara lenta, y se desplomó con escándalo en medio de la fiesta que el propio Foster había montado en su honor para celebrar el contrato con el BBV.

Los médicos aparecieron a tiempo. Le inyectaron adrenalina, le dieron masaje cardiaco y se lo llevaron en volandas al Ramón y Cajal con todas las sirenas encendidas.

Era 1991. La economía era una locomotora con las calderas reventando de vapor. Una época dorada. Garrido el del duende se había subido en la ola reventona del mundo publicitario madrileño como un surfista experto. Tras varios cambios oportunos de compañía, había aterrizado en la elite de Foster SPC, llevando en el maletín una cartera de clientes que le habrían acompañado al fin del mundo. A los treinta y cinco años lo tenía todo: un cupé rojo Alfa Romeo de 1965, un caballo de doma española que montaba los sábados, una casa indecentemente grande en Somosaguas, y una mujer hermosísima y poderosa, procedente de la familia más discretamente rica de la banca española.

Su éxito no se debía sólo a ser un perfecto cabrón, que lo era. Además, hay que reconocerlo, Eduardo Garrido tenía una cabeza que valía su peso en platino. Le llamaban “el del duende” porque era capaz de destilar en cuestión de horas esa idea brillante con la que, de la noche a la mañana, una agencia se lleva una campaña de calle. De hecho, si el BBV había acabado pinchado como una mariposa más en la colección de Foster SPC, había sido gracias a otro de sus hallazgos, concebido en una sola noche.

—Tú no te preocupes, Elisa. El cabrón de tu marido se las arreglaría para irse de rositas hasta de Hiroshima. En unos días saldrá del coma pidiendo un vodka con naranja, ya verás.

Tres días después de que Foster pronunciara estas palabras de consuelo a la preocupada esposa, Garrido abrió los ojos y preguntó si lo del BBV iba bien. Dos días más tarde, salía del hospital llevando a cuestas una bronca médica a propósito de la regulación de sus vicios, y la sensación refrescante de que le había sido regalada una vida nueva.

Una vida nueva para seguir haciendo exactamente lo que sabía hacer: triunfar. Al volver a la agencia tras unas cortas vacaciones, Foster le llamó urgentemente al despacho para confiarle el proyecto que había tenido a toda la agencia en jaque durante su ausencia: quitarle a Ogilvy la cuenta de Telefónica con la siguiente campaña de emisión de acciones. Concepto de campaña para mañana a las ocho. O eso, o la más humillante de las derrotas.

El tipo de retos que le gustaban a Garrido. Sin problemas. Se sentó en su mesa con un suspiro de satisfacción, hizo unas figuras distraídas con el dedo en el cajoncito de arena Zen que tenía sobre la mesa de su despacho, y esperó, confortablemente relajado, a que viniera el duende.

El duende no vino.

Se concentró, jugó todas las combinaciones y permutaciones, usó todos sus trucos. Pero la idea seguía sin llegar.

—Elisa, cariño, esta noche creo que voy a llegar tarde —dijo al teléfono con voz un poco mudada por la aprensión.

A las dos y media de la mañana, la mesa ya estaba llena de papeles arrugados. Garrido, mientras mordía el último de sus lápices de cedro y se pasaba por el cabello los dedos crispados, llegó finalmente al convencimiento de que algo iba terriblemente mal. Después del accidente todo parecía perfecto. Se sentía el mismo Garrido de siempre: lleno de energía y ganas de pisarle la cabeza a quien hiciera falta. Pero al llamar al duende, al invocar el manantial inagotable de imágenes animadas que atesoraba en alguna dependencia indescriptible de su mente, sólo encontraba un ruido de estática, como el de un televisor fuera de sintonía.

Entonces llamó a la puerta el pesado del Tusquets.

—¿Qué, jefe... estamos... con el bloqueo del artista? —dijo con una familiaridad completamente artificial.

Óscar Tusquets era un jovencito delgado, de mirada algo inquietante pero extrañamente atractiva, como de alguna clase de demonio menor. Recién salido de la facultad, llevaba dos meses como creativo con un contrato de training y, naturalmente, le habían puesto en el cuarto de las ratas, a manejar la filmadora y sacar las pruebas de color. Sin embargo, el chico se lo tomaba en serio: en los ratos libres estudiaba todos los materiales de campaña, insistía en leerse todos los briefings, y mostraba un entusiasmo conmovedor por aprenderse de memoria las estúpidas declaraciones de misión de todos los clientes. Últimamente mostraba un interés extraño por la obra de Garrido. Se le había sorprendido un par de veces leyendo el texto de un anuncio suyo, mientras movía imperceptiblemente los labios en una helada concentración. Y de vez en cuando entraba de pronto en el despacho de “el del duende” para hacerle unas preguntas extrañísimas, abstractas e imposibles de responder sobre el porqué de un concepto de campaña o de un eslogan provocador. Garrido se lo permitía porque el empeño de Tusquets en emularle le proporcionaba un halago desdibujado.

—Espero que no me tomes por un pedante, pero... te he visto ahí y... he estado pensando en esa campaña y... bueno, creo que sé lo que se te habría ocurrido a ti. No sé, es como si te hubiera robado la idea a ti mismo.

—Venga, Tusquets, no me vengas ahora con gilipolleces.

—Yo creo que... bueno, que deberías escucharme y luego... no sé, sólo quiero que escuches mi idea.

La presentación de campaña fue un éxito total. Los directivos de Telefónica estaban tan ilusionados como un niño con el último juguete de la televisión. Foster estaba que se caía de la silla. Cuando Garrido recibió las felicitaciones, lo hizo con una sonrisa extrañamente sombría.

Dos meses después, saltó la oportunidad de hacerse nada menos que con Nestlé. Garrido, por supuesto, recibió el encargo. A la tarde siguiente, apretó el paso y alcanzó a Tusquets a la salida del ascensor.

—Óscar, voy a necesitar que me eches un cablecito.

—Yo... estoy encantado, Eduardo, pero esta vez... no puede ser a cambio de nada.

—¿Quién ha dicho que vaya a ser a cambio de nada? ¿Quieres dinero?

—No. Sólo quiero que me dejes montar tu caballo. Me encantaría que me llevaras un sábado a la hípica.

Por un momento, Garrido frunció los labios en un gesto congelado de extrañeza. Luego rió de buena gana, mientras pellizcaba la mejilla de Tusquets.

—¡El caballo! ¡Qué cacho cabrón! Óscar, Osquíllar, tú y yo vamos a llevarnos bien...

Eduardo y Elisa invitaron a Óscar a la hípica. Tusquets montó el caballo de Garrido mostrando bastante destreza para un principiante. Luego le llevaron a comer a Botín, donde solían ir los sábados. Rieron y bebieron los tres. Fue un sábado muy agradable. Nestlé cayó atrapado como una mosca en una planta carnívora.

En los meses que siguieron, Garrido formó un sólido tándem con Tusquets. Le consiguió un contrato indefinido como creativo, y le retuvo a su lado. Garrido ponía el prestigio y se llevaba los triunfos. Tusquets ponía las ideas y sólo se llevaba pequeños favores. A veces era el acceso a su club de golf, a veces las llaves del cupé para un fin de semana. Tusquets se convirtió en el mejor amigo de Garrido. Pasaban largas tardes en casa, o hacían juntos pequeños viajes de fin de semana. “Mi otro marido”, llamaba Elisa a Tusquets cuando se quejaba cortésmente de la intimidad perdida por una amistad tan firme. Así pasaron diez meses. Se llevaron el Freixenet de las Navidades del ‘91, la publicidad institucional de la Generalitat de Catalunya con las Olimpiadas... Tusquets era el mejor duende que Garrido había tenido nunca.

Hasta que en verano del 92 surgió la gran oportunidad. La pieza final. Moby Dick en persona. Prestigio y dinero. La campaña de navidad de la ONCE.

Pero esta vez Tusquets no se quiso conformar con dar una vuelta en el cupé.

—¿Me estás diciendo que te quieres tirar a mi mujer? —gritó Garrido, colorado y con la vena del cuello a punto de explotar.

—¿Quién ha dicho eso, imbécil? Lo único que quiero es que este viernes por la noche no vayas a casa. Sólo eso. Que te limites a llamar a casa y decir que vas a pasar la noche del viernes fuera. No va a pasar nada que ella no quiera que pase, ¿entiendes?

—Pero... ¡No puedo creer que me estés proponiendo esto!

—Eduardo, coño, míralo así. Si tu mujer te quiere, ¿va a servirme de algo hablarle sólo un momento? ¿Es que no confías en ella?

—¡Pues claro, idiota! Pero una cosa es confiar en ella, y otra...

—Estamos hablando de la ONCE, y lo que te pido es menos que nunca. Sólo que pongas tu amor a prueba. Sólo que te hagas un favor a ti mismo.

El viernes, Garrido llamó a su mujer para darle una excusa estúpida y se fue a una habitación de hotel. Pasó toda la noche despierto en la cama, mirando al techo con la televisión encendida. El sábado por la mañana, Elisa le abrió la puerta. Bastó simplemente el primer beso en la mejilla para darse cuenta de que había besado a la mujer de otro.

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