Festín de amotinados (2000)

¡Cojones!

Arogin Large

No vivas tibiamente



El reloj digital en la esquina de Montera parpadeó y pasaron a ser las 15:30. Le esperaba a la salida del Metro Gran Vía apoyada en un poste de luz. A Felipe le gustan mis labios de mulata.

Cuando me telefoneó hace sólo 20 minutos, me dijo que disponía de una hora para comer. Reaparecía en mi vida después de dos semanas. Volví a mirar el reloj de la calle Montera.

Habían cortado Hortaleza y un policía de tráfico perdía la paciencia dando explicaciones. Un conductor testarudo insistía en pasar a toda costa. Felipe salió de la boca del Metro. Subió las escaleras, corriendo y de dos en dos. No podía verme porque estaba a su espalda y le reconocí por la calva incipiente en medio del cráneo.

Llevaba consigo un periódico doblado. Se giró adivinando mi presencia. Tenía mirada de macho ibérico y una boca bien carnosa. Se acercó dando un rodeo. Se pavoneaba. Yo quise hacerme la remolona pero mi cara esbozó una enorme sonrisa. Me mordí el labio inferior, contrariada. Me metió en sus brazos. Y más que abrazarme me apretó con fuerza, sin soltar el periódico que seguía doblado en su mano. Su estocada fue precisa. El periódico se me clavó en la nuca.

A las 16:30 debía estar en el despacho. Me soltó y comencé a seguirle. Caminamos Fuencarral arriba. Entonces le sorprendí agarrando su culo. No me pude resistir. Felipe detuvo mi mano con el periódico y su mirada endureció. Entramos en un local casi vacío. Un atril callejero vendía las excelencias de un menú que sólo costaba 900 pelas.

Nos sentamos uno al lado del otro. En una mesa vecina un hombre comía solo, y en otra, cerca de la entrada, una pareja charlaba distraída. Yo sólo tenía ojos para Felipe y le sonreía. Reconocí esa sensación familiar de placer. Estaba excitada. Empujé mi rodilla morena hasta juntarla con la suya. Felipe trataba de evitar mis ojos y me ordenó que me ocupase de la carta. No le hice caso y levanté el mantel. Mi mano primero buscó su pierna, luego su rodilla hasta alcanzar su sexo. Me di cuenta que estaba empalmado. Los pantalones vaqueros, a punto de reventar, no podían contener su polla. Empecé a desabrocharlos.

El camarero se acercó a nuestra mesa y Felipe quitó mi mano de sus vaqueros, estrujándola. La dejó en mis piernas y pidió dos menús. Lo hizo forzando la voz, buscaba un tono formal que no le delatase. Yo simplemente le miraba y sonreía. El camarero pasaba de nosotros. Se limitó a tomar nota mentalmente. Felipe se removía inquieto.

Cuando el hombre se alejó lo intenté de nuevo. Te propongo un juego, le dije. Pero Felipe no me hizo caso. Me observaba de reojo con las manos apoyadas en el periódico que seguía doblado delante de él. El señor de la mesa contigua ahora nos observaba con curiosidad y la pareja hablaba en tono cansino. El reloj del restaurante marcó las 16:00.

Volví a los botones de los vaqueros. ¡Estate quieta!, me dijo con sequedad. Le tapé la boca con un beso y me entretuve dejando que mi lengua jugase con la suya. Apartó mi mano bruscamente y me amenazó con morderme los dientes. Quiso disuadirme. La primera vez que me mordió los dientes me espantó la sensación de dentista torturador, pero ahora la idea me gustaba. Le enseñé mis dientes para que los mordiera. Pero Felipe no se atrevió. Se escabulló con una sonrisa pícara. Fue entonces cuando el camarero llegó con el primer plato.

Insistió en que comiera, pero nuevamente no le hice el menor caso. Me chupé un dedo y se lo metí en su boca, justo cuando el camarero se alejaba. Le dije bajito que estaba mojada. Comenzaba a sentir las braguitas húmedas y los músculos de mi vagina cada vez más blandos. Me dolía el coño y se lo dije. Le dije que tenía ganas, que lo haría allí mismo. Se echó a reír. ¿Quieres comprobarlo?, le reté, y estuve a punto de meter su mano debajo de la mesa. Pero me contuvo agarrando el periódico, que usó como freno. Aburrida, resolví jugar yo sola. Deslicé mi brazo por entre las bragas. Sentí la espesura de mi pubis enmarañado y lentamente abrí los labios oscuros de la vulva. Dejé que mis dedos se adentraran en esa suavidad pegajosa que ahora me inundaba. Felipe me miró aterrado. El comensal de la mesa del al lado se contenía, perplejo, sin apartar los ojos de nosotros. La pareja vecina ya no hablaba. Nos miraba por el rabillo del ojo. Sonreí y me detuve un momento. Ahora permitía a mi dedo índice que vibrase ligeramente. Me abandoné a la sensación de estar cachonda. Ignoré a todos. Me acomodé en la silla y me abrí bien de piernas. Dejé que mi dedo subiera y bajara, rozándome suavemente. Permanecí entreabierta, abandonada a mi propio calor. Un golpe seco sobre mi mejilla me trajo de vuelta al restaurante. Abrí los ojos y me encontré nuevamente con Felipe. Le había estado esperando. Sostenía el periódico muy cerca de mi cara y sus ojos saltaban de una mesa a otra, asustado. Parecía un niño a punto de una regañina. Sin pensármelo dos veces saqué el dedo de mi coño, todo untado, pegajoso, y se lo metí en la boca a Felipe, que se lo tragó entero. No le di tiempo a reaccionar.

—¡Muchacho! ¡A ti te faltan cojones! —le dije.

El segundo plato apenas lo probé. Ya no tenía ganas. Se habían apagado mis ansias de mulata. Enfrente tenía a un Felipe descompuesto que comía con la cabeza gacha. Su calva incipiente relucía. Mordía con desgana y el periódico colgaba en su mano. Eran las 16:30. El juego había terminado.

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