Festín de amotinados (2000) |
Doña Inés |
Arogin Large |
A Guillermo y Chepita
Ay, ay... ron, ron. Esos son mis vecinos del piso de arriba. Todas las mañanas igual. Recién casados. ¡Claro! En unos años no se mirarán ni a la cara y dormirán espalda con espalda. Y entre tanto yo tengo que aguantarles. ¡Qué sofoco! El soniquete de la cama me lo conozco de memoria. ¡Y qué decir de los gemidos! Ahí están de nuevo. ¡Madre de Dios! Cada vez son más altos. Menuda zorra. Ella se suelta a gemir y el crepitar aumenta. Ay, ay... ron, ron, ron. Ay, ay... ron, ron, ron. ¡Coño, que estoy aquí abajo! Sí, doña Inés, una Señora, con mayúsculas. Una Dama de 55 años. En realidad acabo de cumplir 65, pero eso nadie lo sabe, salvo mi marido, que en gloria esté. ¡Ahí están otra vez! Ellos siguen con su ñaca-ñaca. ¿Me oís, cabritos?: ¡Que todo se acaba! Se lo gritaría a mi vecina en plena cara. ¡Recién casados! A ver si os enteráis pronto de la vida y puedo levantarme a la hora y en paz. Me pondré la radio y así echaré otra cabezada. Me quedaré acurrucada en mi lado, oyendo las noticias y con los pies helados. Esta cama de matrimonio cada día que pasa me parece más grande. El otro día contaban en las noticias que ahora las mujeres pegan a sus maridos. Y que una se atrevió a cortarle la pol... bueno, ¡eso! Menos mal que el difunto nunca me levantó la mano, porque antes le hubiera matado. Lo cierto es que me da pena la zorra de mi vecina. ¡Ay, señor! Nunca me acuerdo de su nombre. ¿Y si el ñaca-ñaca no es lo que imagino?... ¿No será que el marido la zurra todas las mañanas? Esos gemidos ahora me resultan sospechosos. Más bien parece que le están dando una paliza. La verdad es que cuando me la encuentro en el portal va siempre tan cohibida. Es otra cuando sale a la calle. Nada que ver con la zorra que gime cada mañana en el piso de arriba y encima de mi cama. Conmigo practica la caridad cristiana. Subimos juntas las escaleras y me ayuda con los escalones. Yo voy ascendiendo, raqueando con mi cojera, apoyada en su brazo y ella me sostiene a mí y al paraguas. Y cuando vengo con el mercado me lleva las bolsas de la compra. Ella tiene las caderas anchas y el pelo largo. Me recuerda a mí. A la Inés que entró en esta habitación hace más de 40 años. Entonces el difunto, que todavía vivía, me alzó en brazos hasta la cama. De estas cuatro paredes no salimos en toda la noche. Mi marido era un español castizo y de pura cepa. Ayer regalé a mi vecina unos geranios muy vivos y estuve a punto de hablarle del ron-ron de la cama, pero me contuve. Subí a su piso arrastrada por el paraguas y me metí en su casa. Tenía la puerta de su alcoba nupcial entreabierta. Su cama me pareció pequeña. La observé como si tal cosa, por el rabillo del ojo, mientras metía un dedo en la maceta de los geranios. Yo explicaba a mi vecina cómo comprobar la humedad de la tierra, y no podía quitarme el ron-ron de la cabeza. Como si tal cosa le dejé caer que cuando te casas, más temprano que tarde, todo se convierte en agua pasada. La pasión siempre se esfuma. Da igual cómo mezcles la pasión. Los Andes con la meseta de Castilla. ¡Es igual! Que me lo digan a mí. Que el difunto, mi marido, estaba bien muerto mucho antes de que lo enterraran. Se fue muriendo poco a poco. Yo creo que se quedó sordo para no oírme, y fofo y flácido para castigarme. Le colgaban los pellejos hasta en la ingle y cada mañana se despertaba con la radio pegada a la oreja. Recuerdo que le metía mis pies helados entre sus piernas casi muertas y así acurrucada, volvía a echar otra cabezada. Un día y otro también. La estridencia del informativo, el transistor pegado a su oreja y mis pies entrando en calor. ¡Recién casados! ¿Qué sabrán ellos? Que vengan y me lo pregunten a mí. A doña Inés. |
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