Festín de amotinados (2000)

Carta a un hijo

David Lastras Ruiz

Quizás tenga miedo por ti. O quizás el miedo provenga de mis propios fantasmas. Porque, para bien o para mal tú y yo somos uno.

De ahora en adelante, mis penas o alegrías, éxitos o fracasos ¡Dios, también mis defectos!, harán mella en tu persona. Sin contar, claro, con los inevitables consejos. ¿Pero, quién soy yo para darte consejos? ¿El hecho de haberte tenido dentro de mí, justifica tal derecho? ¿Ó quizás son esos años, esos 30 años de diferencia (y por lo tanto ese “conocimiento superior de la vida” que tanto oirás dentro de algún tiempo), lo que me otorga tal derecho? No lo sé, mi niño.

Consejos. Y encima a ti. Tan suavecito, tan limpio. Cuyos males son las cacas y los pises que no puedes controlar. Cuyo mal es pedir la comida que irremediablemente necesitas. Aunque sea a horas un tanto intempestivas y a tu manera, jodío. Seguro que serás tenor. Pero... ¿pero qué hago? ¿Lo ves, lo has visto, te has dado cuenta? Claro que sí. Eres listo. ¡Dios, otro error!

Primero te he medio impuesto ser algo, alguien. ¿Y por qué? ¿Por fama, dinero, éxito, tal vez...? Y segundo, te he dicho que eres listo, que serás listo. Como queriendo decir que si eres tonto, pues que nos irá mal.

Pero lo que quiero que entiendas, es que tanto si eres tenor como basurero; o tanto como si haces grandes obras como si violas, matas o estafas, te seguiré queriendo. Te seguiré ayudando y apoyando. Siempre estaré, detrás o delante de ti (dependiendo si subes o bajas) para que, si tropiezas, si te caes, yo pueda sujetarte o, de una forma improvisada, me convierta en tu lona de salvación.

Y realmente no sé por qué es así. Antes de ese 23 de febrero de 2000 a las 14:03 minutos, en aquel paritorio de la quinta planta de La Paz, tampoco lo sabía. Y ahora sólo puedo decirte que lo percibo. Que siento que ésa es mi obligación, mi deber. Pensando, pensando, quizás sea por ese trozo de carne por el que estuvimos unidos nada menos que nueve meses. Pero aunque sea por eso, sigue siendo complicado, e incluso me atrevería a decir hasta peligroso.

Peligroso, porque toda obligación, llegado un día, se extingue, se salda. ¿Y cuando saldar la nuestra, eh? Quizás el 23 de febrero de 2018. Con la mayoría de edad, ya sabes. Pero no lo creo. Porque por una parte eso querría decir que el 22 de febrero no estarías todavía preparado para proteger tus propias espaldas. Cosa obviamente falsa. Y por otra, ¿cómo dejarte, de improviso, volar solo? ¿Cómo no ponerme debajo, por si tus alas, débiles y novicias, se bloqueasen de repente?

Sí, ya lo sé, soy una paranoica. Porque estoy creándome un problema que tendré dentro de mucho tiempo. Pero es que quiero ser madre. Quiero ser una buena madre. Porque la mejor madre que puedas tener ya lo soy. Hace un momento te he dicho que seas quien seas y hagas lo que hagas, siempre verás tendida mi mano. Mis dos manos. Mis piernas. Mi cabeza. Mi todo. Pero para ser una buena madre, como para todo en la vida, hay que prepararse.

Soy psicóloga. Creo que una buena psicóloga. Pero lo soy, o al menos creo serlo, en parte por mis años de preparación. Años de colegio, años de instituto, años de universidad, años de tesis. Y luego, con todos esos años de conocimientos, aunque básicos, tampoco te engañes, me sentí lo suficientemente avalada como para presentarme a un puesto de trabajo.

Pero madre... no hay nada. Ninguna carrera, ni ningún curso. Y tampoco ningún libro titulado “Bienvenido al maravilloso mundo de la madre”. Al menos serio, claro.

Me dirás que este oficio mío se aprende con la experiencia de los años. Que con el segundo, lo haré mejor. Pero yo no quiero que seas una demo, es decir, un programa de prueba y, evidentemente tu hermano pequeño, si es que algún día lo tienes, ahora, hoy, me importa más bien poco. Porque ahora, hoy, el único que está aquí eres tú.

La verdad es que todo esto me parece un poco irreal. Me refiero a que siempre he querido controlarlo todo. Mi expediente estudiantil es alabado continuamente, aunque mis recuerdos me dicen que nunca estudié de una forma desmesurada. Pero lo que sí hacía era resolver todos los hipotéticos y casi imposibles problemas que me pudieran salir en el examen. Y en el trabajo y relaciones humanas soy (o era, porque ya nada tiene la misma textura) de igual forma.

Por eso cuando le anuncié tu venida a Luis, mi controlado mundo empezó a agrietarse. Porque Luis no dijo nada. Simplemente, cogió el abrigo y se fue. Después llamó y gastó mucha saliva, creéme, pero para mí fue como si no dijese nada. De todas formas, lo conocerás, tesoro. Luis es terco, muy terco y, por otra parte yo no quiero privarte de su presencia. Porque, para bien o para mal, Luis es tu padre.

Siento que lo descubras tan pronto, hijo. Que descubras que no soy perfecta y, que mis fallos y aciertos están equilibrados. Que tengo temores. Temores por fallarte. Y que estos miedos llegan incluso hasta el nombre que te tengo que proporcionar. Porque, todavía, aunque te parezca mentira, no te he llamado de ninguna manera.

Creo que el nombre es lo más importante. Lo vas a tener para el resto de tus días. Incluso más, porque en tu lápida, dentro de ocho o nueve décadas, aparecerá también.

Tú naciste en el día de San Policarpo. Pero, claro, no creo que te guste ese nombre. Carlos, David o Alberto, son nombres corrientes, y tú no lo eres, al menos para mí. Además los hay a cientos, sobre todo David. Pero también me parece absurdo llamarte Cristian, Johnatan, o uno de esos nombres modernos, nombres del siglo xxi, como los ha calificado alguien por la televisión.

Andrés, sin embargo lo veo aceptable. Quizás porque me recuerda a un amigo llamado así que nunca más veré. No sé. Me gustaría que me dieras tu opinión del asunto. Aunque eso sería demasiado fácil, ¿no crees?

En fin, ahora debo irme. Me reclamas. Tienes hambre. Y no puedo oírte llorar. Sin embargo, Andrés (la decisión está tomada, espero que te guste tu nombre de pila), pronto tendrás noticias mías.

Haz clic aquí para imprimir este relato

Ir al siguiente cuento

Volver al índice del libro