Festín de amotinados (2000) |
Exvotos |
Jesús Liante Sánchez |
María entró con decisión en la iglesia del pueblo,
fría pese al calor del verano adelantado. Se acercó lentamente
hasta la parte izquierda del altar. Subió los tres escalones que
le acercaban a la puerta y respiró profundamente antes de empujarla.
En ese instante recibió una bofetada de olor a humedad en su cara.
Siempre había tenido mucho respeto a todo lo que significaba aquella
habitación extraña llena de exvotos, incluso tenía
algo de reparo y miedo ante aquel espectáculo impresionante, pero
su intención era tan fuerte que nada podía pararla. Una
luz tenue iluminaba con dificultad el interior, su vista se adaptó
poco a poco a la penumbra. Escuchó unos sonidos extraños,
algún ser vivo se movía con rapidez y rozaba papeles o tela.
No le dio importancia, pero se puso en tensión al sentirse acompañada,
hasta que se percató de que eran unas pequeñas salamanquesas
y se tranquilizó. Miró a su alrededor y encontró
todo tipo de muletas, trajes, mortajas, figuras de cera, cabellos en bolsitas
de plástico, tablillas, cuadros y fotos. Sabía que la mayoría
de los exvotos eran el recuerdo de un beneficio recibido. Algunos tenían
una nota manuscrita, otros una frase casi ininteligible, otros nada. Era
la imagen del sufrimiento, la cámara de los horrores más
terribles. Como el suyo, tan profundo y agudo como un pellizco en el corazón.
También del agradecimiento y la súplica en la que estaba
imbuida su mente. La imagen de su pequeño niño cojo y marchito
se entrecortaba con otra en la que daba vueltas y vueltas con su hijo
fuertemente agarrado y su marido gritando frases incoherentes hasta que
se hizo el silencio. Era su doloroso recuerdo del accidente de tráfico
en el que su coche patinó y cayó por un pronunciado barranco.
Esa visión la obsesionaba y no se la podía quitar de la
mente.
María no visitaba a menudo la iglesia, pero las historias milagrosas que había escuchado en el pueblo la convencieron. Sacó del bolso una foto en la habitación mugrienta y húmeda de los exvotos, deslió una piernecita de cera del papel de periódico que la envolvía y la ató con una cinta roja a la muleta de un sobreviviente de la guerra. También sujetó la foto con la imagen sonriente de su familia rota. Su curiosidad la llevó a mirar otras ofrendas y encontró en su recorrido todo tipo de historias, y no todas negativas. Había ramos secos de novias agradecidas, sayas de bebés sanos y trajes de primera comunión. Incluso la presencia de las salamanquesas era agradable. Caminaban rápidas por encima de todo, de repente se paraban y movían sus ojos, parecía incluso que captaran los sentimientos. Esa visión la animó. El verano era de los más calurosos que se recordaban, todo el mundo lo decía. Además el pueblo estaba construido sobre una gran peña que recibía el sol todo el día. La llegada de la noche era un soplo de aire fresco que todos los habitantes esperaban. María, después de acostar a su pequeño, descansó en una tumbona de su patio y observó el jugueteo de las salamanquesas en la pared. Era un animalillo que siempre le resultó simpático. Subían y bajaban con gran agilidad alrededor de la bombilla. Por contra se quedaban quietas tiempo y tiempo hasta que su larga lengua y su rapidez les permitía cazar algún mosquito u otro insecto. Unas eran pequeñitas, otras grandes y con la cabeza gorda. Su curiosa mirada le hizo reparar en una mediana con un rabo extraño, ni largo ni corto. Recordó que estos reptiles, cuando pierden o les arrancan la cola, la recuperan; les vuelve a crecer. Lo había visto hacer en su infancia a los críos de su pueblo, con esa saña que algunos gastaban. Era cruel ver esos rabos cortados moviéndose alocadamente como si tuvieran vida propia, frente a la realidad de su muerte. Con esos pensamientos se quedó dormida y los sueños recorrieron su mente. En unos jugaba con su hijo por la playa, en otros el niño corría, saltaba, le daba patadas a un balón y nadaba con soltura, estaba sano y perfecto. Todos sonreían. Ella era feliz. La fresca noche veraniega lo inundó todo. Se levantó una suave brisa y María se despertó sobresaltada con algo de frío. Miró a su alrededor, la luz de la bombilla palidecía y de repente se apagó. No le preocupó mucho aquella circunstancia que empezaba a ser habitual en ese verano; se hizo la oscuridad y de nuevo la paz volvió a su mente hasta que se fijó en dos puntitos luminosos que la inquietaron. Hizo un esfuerzo de concentración y creyó que era la salamanquesa de la cola rota, parecía como si la estuviera mirando a ella fijamente. Un extraño presentimiento le recorrió su cuerpo. Se levantó muy despacio, movida por una fuerza que no podía controlar y que la conducía hacia el interior de la casa. Caminó por el pasillo, parecía interminable, pisó un grupo de ladrillos que se movían y casi pierde el equilibrio. Por fin llegó hasta la habitación de su hijo, empujó la puerta y se acercó a la cama. No se veía nada, notó que los nervios le agarrotaban. Se restregó los ojos y estiró su brazo. El niño sudaba mucho y se agitaba. Temblorosa levantó suavemente la sábana. |
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