Festín de amotinados (2000) |
Olores |
Gabriela Llanos |
Alejandro huele definitivamente a ajo. A mí me gusta Alejandro. Me gusta tanto y desde siempre. En realidad todas le admiramos. Reúne las razones posibles por las que se debe admirar a un chico: cazadora vaquera desteñida, melena irrespetuosa, andar lento, elegante, confiado de que siempre vamos a esperarle. Hay millones de motivos para que se adueñe de nuestra atención año tras año. Cuando me mira huele a ajo y yo me siento como una isla. Parece que sólo yo puedo notarlo.
Ni siquiera Isabel ha sido solidaria. Lo comprobé una mañana en el instituto: Ale tiene un olor extraño, susurré mientras ella encajaba libros y revistas dentro de su taquilla. ¿Extraño? Querrás decir diferente, respondió sin mucho esfuerzo. Yo insistí: Sí, un olor extraño. Como a guiso. Esto último despertó su interés: quiso saber hora y fecha en la que yo había olido tan de cerca a Alejandro. No pude contestar. Fui la peor de las amigas. Dejé a Isabel con la imaginación hirviendo porque el carnaval de olores se hizo presente. Calla, que ahí viene, dije en voz baja. Está en la entrada principal. Le ha echado un vistazo al laboratorio de física. Sí, es aceite de oliva hirviendo. Ahora se ha encontrado con Fernández, va a tener que saludarle, no puede evitarlo, ha empezado a incorporar la cebolla. Ahora está subiendo al primer piso. Carla y Andrea le están mirando con ganas, un tomate dulzón, con mucho azúcar (¡Qué asco!). Ahora se acerca, perejil y orégano. Me ha visto ¡Ajo, solamente ajo! La mano de Isabel en mi frente para controlarme la temperatura se encontró con la de Alejandro que me cogía por el hombro. ¿A quién estáis criticando que tenéis esas caras?, dijo Alejandro sonriente. Isabel se marchó repitiendo que me había vuelto loca. Ale siguió recto hacía el cuarto de baño, dejando una estela de ajo por todo el pasillo. Alejandro no huele a ajo. Eres tú que estas muy mal, me diagnosticó Isabel esa noche encerradas en mi habitación. No entiendo como nadie se ha dado cuenta, repliqué. Es tan evidente. Puedo olerlo a kilómetros. Isabel volvió a la carga: No se dan cuenta porque no es real. Está todo en tu cabeza. Esto del amor te está poniendo mala. Se negó a escuchar mis razones. Habló sobre antojos prematuros, especuló con trastornos alimenticios y alguna tendencia vocacional relacionada con la comida. A pesar de todo, no se atrevió con la bandeja de albóndigas que nos trajo mi madre para la cena. Se disculpó diciendo que tanto hablar de olores le había quitado el apetito y dio por terminada una conversación que le removía el estómago. Yo me sentía completamente sola. Si Isabel se comportaba como un verdugo, qué podía esperar del resto del mundo. Necesitaba contarlo. Me oprimía el pecho. Quería gritarle a todos: ¡Alejandro huele a ajo!. Pero hice algo peor. Estábamos en la cocina resolviendo problemas de química orgánica. Eran las seis de la tarde, pero a mí me parecía la hora de la comida. Alejandro tenía un aroma a pastel de carne con mucho ajo desplegado por toda mi casa. Me decidí: ¿Cómo es que hueles a ajo, Ale?, le pregunté fingiendo normalidad. Ale me miró fijamente. Los fritos comenzaron a pasarse. Olía a cebolla chamuscada. Se puso rojo como un tomate y se llevó la nariz hacía su cuello y axilas. Desconcertado cerró su cuaderno y se marchó sin decir nada. Y no hacía falta, le había herido. Olía a laurel. Alejandro estaba triste, sufría y era mi culpa. Al día siguiente lo busqué por todo el instituto. Mi nariz me condujo hacía los rincones que él se encargaba de perfumar todos los días. No estaba. Me sentí pésima. La clase era un hospital y yo agonizaba. Llamé a su casa varias veces. Contestó su madre. Me dijo que no se encontraba bien, que había salido de su habitación sólo para ducharse un par de veces. Fui corriendo a verle. Le encontré tumbando en la cama mirando hacía la pared con tanto laurel que me encogía el alma. Lo siento mucho, Ale. Todo fue una broma de mal gusto. Él me miró y, ¡bendito ajo!, todavía me quería. Desde ese día Alejandro y yo somos inseparables. Cada tarde salgo a esperarle a la puerta de casa. Puedo olerlo desde que cruza la esquina hacía mi calle. Él me saluda, la cebolla se transforma en ajo y yo sonrío desde la pituitaria. Cuando se siente observado huele a tomate, cuando tiene vergüenza es tan bueno como el curry, y cuando se enfada nadie puede huir de su explosión de orégano desalmado. Ya no quiero contárselo a nadie porque sé que Alejandro huele a ajo sólo para mí. Aunque confieso que cada vez que, encerradas en mi habitación, Isabel me cuenta lo mucho que le apetece enamorase yo le repito la misma frase: Tranquila. Ten paciencia pero, sobre todo, escucha a tu nariz, que nunca se equivoca. |
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