Festín de amotinados (2000)

Cuestión de silencio

Gabriela Llanos

Todo comenzó como un juego. En realidad era un juego. Desconocíamos reglas y resultados. Pero daba igual. Lo importante era huir de las historias que todos conocíamos, que nos tenían como protagonistas, a nosotros o a esos que fuimos hace algún tiempo. Esther asumió el mando y todos los demás nos dejamos hacer. No era difícil. “Hay que desconectar, drenar, hacer catarsis”, nos explicó entusiasmada.

Entendimos que teníamos que bailar como posesos la canción de moda, hasta que el cansancio pudiera traducirse en resurrección. Inmediatamente después, cuando la música dejara de aturdirnos, debíamos adoptar la postura que Esther nos señalara. Parecía fácil. Nos lanzamos a ello con desapasionada obediencia.

El baile no logró divertirnos. Nos conocíamos tanto que no nos detuvimos a mirar la falta de ritmo del otro. Ya nos habíamos reído en su momento del quiebre de caderas de Alberto, de los hombros mirando al suelo de Cristina y de la falta de gracia de la pobre Leonor. Pero Arturo sí nos llamó la atención. Agitaba los brazos con tanta fuerza que temimos que acabara en el suelo. Nadie se lo dijo. Ninguno se acercó ni se mostró incómodo. El miedo a herirle siempre ha sido más fuerte que nuestra preocupación.

Esther bajó el volumen de la música. “Ahora todos con la cabeza hacía arriba hasta que el cuello os duela mucho”, fue su primera orden. Obedecimos echando de vez en cuando un vistazo a Arturo que fue el primero en acatar las instrucciones. El asunto consistía en hacer uso de la imaginación. Rescatar el absurdo que se reserva para cuando hay alguna sustancia corriendo en sangre y explicar por qué teníamos la barbilla apuntando al techo. Comenzó la ronda de respuestas. Yo fui la primera: “Estoy mirando hacía arriba porque me he dado un golpe en la nariz y me está sangrando”. “Bien”, contestó Esther, y cedió el turno. Así escuchamos que Alberto estaba mirándole las bragas a las chicas del instituto debajo de una escalera, que Leonor besaba a un jugador de baloncesto, que Cristina había reencarnado en jirafa, y que Ernesto hacía gárgaras. Las risas que provocó Arturo, explicando una técnica de sexo oral con su pareja haciendo puenting, fueron interrumpidas por Esther que volvió a la carga con más drenaje. Interrumpió de nuevo la música y esta vez nos ordenó que bajáramos la cabeza y las colocáramos entre las manos “como si quisierais hundirla en el pecho”, agregó. Lo hicimos y comenzamos a contar por qué parecíamos un grupo de críos castigados sin recreo. “Estoy tratando de entrar a la fuerza en el metro al seis de la tarde”, grité yo sin obtener aprobación. “Yo intento arrancarme la primera cana que me ha salido en el pecho”, dijo Alberto orgulloso.

Cristina pretendía enroscarse para escapar los lunes por la mañana de su oficina a través de la taza del váter. “Yo quiero seguir el curso del pedazo de tarta que me he tomado de postre”, dijo Leonor; mientras Ernesto confesaba que era la única postura posible cuando Cristina le pedía cuentas por llegar tarde alguna noche. Así llegó el turno de Arturo. No se incorporó. No miró a nadie a los ojos y empezó a hablar como entre sueños: “Estoy helado. Me estoy protegiendo los oídos. Pienso en lo mucho que me va a doler cuando por fin llegue el suelo.” Después sólo cuestión de silencio. Y qué más podíamos decir, si estaba recordado una historia que nos tenía como protagonistas, a nosotros o a los que fuimos hace algún tiempo, cuando Arturo todavía tenía piernas.

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