Festín de amotinados (2000)

Esperando al autobús

Lara López

Mi vida cambió el 25 de diciembre de 1971. La verdad es que si me hubieran dado a elegir, habría escogido otra fecha. Me refiero a alguna un poco menos convencional, no sé. Un 16 de febrero, pongamos por caso. Ese tipo de fechas en las que lo importante es lo que pasa y no cuándo pasa. Pero como ocurrió un 25 de diciembre, en seguida todo el mundo pues como que se pone a pensar en lo que cualquiera pensaría al oír 25 de diciembre. Por ejemplo, yo ahora digo lo de que fue un 25 de diciembre y todo el mundo se pone a pensar en la Navidad, ¿no? Me refiero a eso de las castañas asadas, y los anuncios de juguetes y esas películas como Mujercitas en televisión. En eso es en lo que se piensa. ¿Y por qué? Pues, ya se sabe, porque es Navidad. Pero a lo que voy es a que yo no, claro, yo me acuerdo de todo lo que pasó como si en lugar de hace veinticinco años, hubiera pasado ayer. A lo que voy es a que aquel 25 de diciembre cambió mi vida.

Recuerdo cómo me levanté aquella mañana, a las siete, para ir a la fábrica. He estado toda mi vida levantándome a esa hora, por eso no tengo duda de que aquel día también eran las siete. Me refiero a que hay otra gente, no sé, en Madrid, pongamos por caso, que se levanta un día a las siete y otro a las nueve. O que no trabaja. Yo he trabajado toda mi vida y me he levantado a las siete para ir a la fábrica, incluso el día de Navidad y el de Año Nuevo, porque la fábrica no se podía dejar sola ni en los días de fiesta. Eso era entonces, claro, por lo que pudiera pasar. Ahora sí, claro, ahora se puede dejar sola, ya se sabe que no corren los tiempos de entonces. El mismo don Arcadio, el dueño, lo dice siempre, que ya no corren los mismos tiempos. Yo entonces no tenía tanta barriga. Y don Arcadio tenía tres hijos y seguro que el hombre nunca pensó que le iba a faltar alguno. Corrían otros tiempos y entonces era yo quien iba, hasta los días de fiesta. Durante toda mi vida ésa había sido mi responsabilidad. Iba a la fábrica y la abría. La mujer siempre me lo ha echado en cara, y eso que no es de las que se pasan la vida echando cosas en cara. Una vez me dijo que tan puntual para la fábrica y tan poco para lo que tenía que hacer en casa. Y tenía razón, pero uno no sirve para todo. Y yo, pues a lo peor tardaba mucho en decidirme a cambiar las bombillas en casa o a arreglarle el calentador, pero cogía el autobús de las ocho y cuarto, y a y media, pues ya estaba todo en marcha. Y nunca me había pasado nada. En Oñiza, como dice la mujer, nunca pasa nada.

Aquel 25 de diciembre me había levantado como todos los días a las siete, así que saldría de casa como a las ocho. Las ocho y diez, a lo sumo, porque a veces, en vez de seguir recto hacia el cementerio para coger el autobús, me gustaba bajar por la plaza del Ayuntamiento. Se pierden unos minutos, pero así se ve el pueblo aún de noche y a mí me gusta bajar y ver la plaza cuando todavía están las luces anaranjadas, temblonas, como de haber pasado frío. Total, era imposible perder el autobús, que pasa a las ocho y cuarto todos los días. Me refiero que, aunque ese día yo bajé por la plaza y perdí unos minutos, pues que no serían más de las ocho y diez cuando llegué a la parada.

Y allí estaba, en la cuneta, no tendría más de dieciséis años. Al principio, no vi nada. Me refiero a que estaba a oscuras y yo tenía el abrigo subido hasta las orejas, que casi no me dejaba ver. Pero oí un murmullo. Me refiero a ese tipo de murmullos que no distingues, de esos que te obligan a acercarte un poco y aguzar el oído. Creo que me pidió ayuda. No a mí porque fuera yo, claro, porque en realidad casi no se veía. Ahora han puesto unas farolas en ese lado del cementerio, pero entonces no había y no se veía nada. El caso es que me pareció que era un murmullo de esos que uno escucha cuando le están pidiendo ayuda. Debió decir “ayúdeme” o algo así. En Oñiza, ya digo, nunca pasa nada. Y yo, pues me quedé ahí, al lado de la cuneta, con las manos en los bolsillos y conteniendo el aliento; forzando un poco la vista, para saber quién estaba ahí, tirado en la cuneta, el día de Navidad. Luego, ya se sabe, mi mujer estuvo casi un mes hablando del hijo de don Arcadio y de los dos tiros que le habían dado y de todo eso. Me refiero a que le contaba a las vecinas que era Aitor, el chico de los Urdaci, y que no tenía más de dieciséis años, el pequeño de los tres. Y que le habían matado el día de Navidad. Llevo veinticinco años preguntándome cosas. Me refiero a que llevo veinticinco años preguntándome, cada mañana, por qué seguí ahí, parado frente a la tapia del cementerio, esperando a que llegará el autobús, con las manos en los bolsillos y conteniendo el aliento. Esperando al autobús.

Haz clic aquí para imprimir este relato

Ir al siguiente cuento

Volver al índice del libro