Festín de amotinados (2000) |
El fuego se apaga |
Richard Mukiur Mababu |
El fuego seguía todavía activo. Cristina destapó la cazuela posada sobre el trébede de la chimenea. Removió lentamente la sopa de verdura que estaba hirviendo y despedía un sabroso aroma. Se quedó mirando la leña que se consumía paulatinamente. Una ligera sonrisa iluminó su cara arrugada y cansada:
Nada es para siempre... nada. Todo se consume y desaparece, murmuró. Echó más troncos al fuego mientras seguía todavía en sus pensamientos. Le dolían los huesos a sus 56 años al manipular el fuelle. Pero no le importaba. Era noviembre, un mes triste. Éste iba a ser el más doloroso de todos los meses de noviembre de su vida pasada en Torre, su pueblo natal. No era por la lluvia que caía ni por el frío que hacía. Era porque sentía que una parte de ella se iba aquel otoño. Raúl, su Raúl tenía cáncer. Él lo sabía; por eso decidió que fueran a vivir al pueblo. Pero no sabía todavía que su corazón dejaría de latir dentro de pocos meses... días. Nadie se atrevía a contárselo, ni su propio médico. De vez en cuando Cristina se quedaba atenta procurando escuchar si venía algún ruido de la habitación. Raúl echaba su larga siesta habitual. Avivó de nuevo el fuego con el fuelle. Echó una mirada al salón que acababa de arreglar. Su mirada se detuvo de nuevo sobre la foto de Juan y María. Suspiró de alivio. Por fin, dentro de poco volvería a verlos. Ya no quería llevar sola el peso de la enfermedad de Raúl. Juan dijo que le esperasen. Se encargaría él de explicárselo a su padre. Cristina quitó la cazuela de sopa del fuego. Dejó el fuelle en el suelo. Se levantó y cerró la ventana que había dejado entreabierta. Ya no recordaba haberla dejado abierta. El reloj daba las 7 de la tarde; la hora de levantar a Raúl. Entró en el cuarto de baño. No le gustaba que su Raúl la viera triste. Se miró al espejo. Vio su cara arrugada y algo envejecida por los acontecimientos de estas últimas semanas. Echó un poco de agua a su cara cansada. Después de arreglarse, entró en la habitación. Raúl abrió los ojos cuando sintió la presencia de Cristina. Sonrió a verla y extendió la mano. Ella la cogió y se sentó al borde de la cama. Es la hora, vamos al salón, mi vida dijo. Sí respondió con su voz bastante debilitada por su enfermedad. Raúl se levantó despacio. Se sentó. Buscó sus zapatillas, respiró hondo un instante y se apoyó sobre el hombro de su esposa. Cristina contuvo sus lágrimas y sonrió a la mirada de Raúl. Los dos caminaron a paso lento hacia el salón. Parecía que los dos disfrutaban del paseo a lo largo del pasillo que separaba la habitación del salón. Seguía lloviendo aún. Todo parecía ir despacio, hasta la lluvia parecía caer lentamente al ritmo de sus pasos. Cuando llegaron al salón las llamas del fuego de la chimenea parecían darles la bienvenida. Raúl se sentó en su sillón de siempre. Era de madera, reliquia del siglo xix. Lo había heredado de su abuelo que murió de la misma enfermedad. Cristina echaba más leña al fuego, una a una, mientras su marido tomaba su sopa de verdura. ¿A qué hora llega Juan? A las nueve y media contestó ella. ¿Y María? Mañana por la mañana. Terminó su sopa silenciosamente y tomó sus pastillas. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Vinieron a visitarte tu amigo Eduardo, y Víctor, el cura. Como estabas durmiendo no quisieron despertarte. Dijeron que pasarían otro día añadió Cristina. Al oír el nombre del cura Víctor, Raúl abrió los ojos. Me tenías que haber despertado, cariño. Quería hablar con Víctor precisamente. Cristina no contestó. Raúl se puso a mirarla fijamente y al cabo de unos instantes, sonrió. Sigues tan hermosa, mi Cris. Has sido una excelente madre para nuestros hijos y una buena esposa para mí. La vida nos ha dado todo lo que hemos deseado y nos ha privado de nuestros caprichos. En un caso como en el otro hemos sido afortunados, ¿verdad, cariño? Cristina no contestó. Tenía el tazón de su sopa en la mano. Temblaba ligeramente. Lo dejó en el suelo para que no se le notara sus temblores. Raúl la contemplaba con una mirada tierna, y sonrió de nuevo. No te preocupes, cariño. Saldré de esto dijo él al cabo de un rato. Cristina recogió el fuelle acercándose al fuego, sin abrir la boca, ni levantar la cabeza. No quería que Raúl viese sus ojos ya húmedos. ¿A qué hora llega Juan dijiste? Hoy, dentro de una hora y media contestó Cristina. ¿Por qué él estaba también ansioso por ver a Juan? ¿Sabía más de lo que ella creía?, pensaba Cristina que parecía absorta por el estado del fuego. Las leñas secas ya se habían acabado. Quedaban algunas pero estaban todavía húmedas. Cristina las echó al fuego a pesar de todo y dio algunos golpes de fuelle. Nada, el fuego se apagaba. Raúl, echado hacia atrás, la miraba atentamente. Déjalo, mujer, no vale la pena. Deja que se apague dijo él. No. Quiero que se mantenga vivo. Necesitamos el fuego para esta tarde. Lo mantendré dijo mientras seguía manipulando el fuelle con toda su fuerza. Déjalo, Cris, no merece la pena. Toma tu sopa; se enfría añadió Raúl de nuevo. Las lágrimas seguían cayendo de los ojos de Cristina. Su fuelle a la mano y el fuego apagándose poco a poco. Raúl se echó de nuevo hacia atrás en su sillón, sin palabras esta vez, y cerrando los ojos. |
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