Festín de amotinados (2000) |
Tiempo y número |
Pilar Martín de Castro |
A Juancar
Yo andaba por esa edad en la que una ha aprendido recientemente a contar; contaba las escaleras hasta el quinto, contaba las puertas del pasillo hasta mi aula, contaba los árboles hasta el colegio, me dormía con mis veintidós muñecos mientras los contaba. Tenía una idea muy numérica de la familia, ocho en el auto, ocho en la mesa, ocho viendo la televisión. Cuando, por alguna extraña razón, alguno faltaba, me sentía con una más que incómoda desazón, como cuando se me derretía el helado recién empezado. Aquel mediodía mi padre llegó preocupado. Ni siquiera nos besó a los pequeños como era su costumbre. Mientras mi madre planchaba él sacó su cortauñas y así, meticulosamente reflexivo, en pie, sin mirarla, le hablaba muy bajito mientras se hacía la manicura. Mi madre dejó su tarea y se llevó las manos a la boca. Luego le brillaron los ojos. Por último se recompuso el moño mientras ya mi padre guardaba el cortauñas en el bolsillo. Supuestamente entretenidos en nuestros juegos el pequeño y yo no perdíamos detalle. Comprendimos que la cosa era grave porque se agarraron las manos y eso nunca lo hacían. Ya sentados a la mesa, los ocho, mi padre nos anunció que mi hermano mayor se iría interno a un colegio de otra ciudad. ¿Por qué? Desde luego Luis sacaba muy malas notas. Era cierto que los Reyes Magos le traían carbón. Sí, por supuesto que nos pegaba a todos y nos robaba los cromos y las plumas. A veces venía con un ojo morado porque le gustaba ir a chulear de bicicleta y de carabina con los chicos de los barrios. Sí, pero... ¿interno? En mi colegio las internas eran huérfanas o tenían los padres en Alemania. Eran una tristísima raza de rostro muy pálido. Olían a lejía porque ayudaban a las monjas a limpiar. Llevaban siempre el uniforme fuera de talla. ¿Interno? En nuestras infantiles bocas comenzaron a dispararse todas las preguntas: ¿Quién le dio a mi padre esa idea? ¿Dónde iría? ¿Le pegarían? ¿Qué quería decir reeducar? ¿Podría venir en vacaciones? ¿Se llevaría la bici? ¿Tendría que salir en fila los sábados como mis compañeras internas? ¿Tendría que comer esa asquerosa verdura a la que huelen los sótanos de los colegios? Mi padre nos tranquilizaba contestando todas las preguntas: No, no pegan. No comen verdura. Vendrá en vacaciones, y todos vais a poder conocer la ciudad y el colegio, porque vamos a ir juntos a llevarle el próximo domingo. Llegado el día nos vestimos con nuestras mejores galas. Yo estrené para la ocasión un atuendo muy en el pop del 63, con abrigo amarillo y sombrerito anaranjado. Mis hermanos llevaban todos corbata y pantalones cortos; excepto Luis, que iba completamente vestido de hombre y con la cara abrasada en un fallido intento de ocultar el rabioso acné de los catorce. Tenía el ánimo cambiado, grave, como si hubiera sido desterrado. Le comenté a mi padre que quizá ya estuviera reducado. Me respondió una cara que entonces no entendí: la del que claudica después de un gran esfuerzo, la que tuvo durante sus últimos días. Aquel domingo nos metimos los ocho en el coche, tres delante, conté, cinco detrás. Ninguno alegre: conté 0. Yo iba sobre las rodillas de Luis pensando si nos esperaría lo mismo a todos cuando llegáramos a los catorce, o quizá sólo a los que disparaban perdigones a las nalgas de sus compañeros. Llegamos a Salamanca y nos dirigimos al colegio de los hermanos Maristas, unos hermanos que me parecieron muy flacos y muy tiesos, con andares rápidos tras los que íbamos los ocho visitando las dependencias del recinto: aulas, comedor, salas de estudio, capilla, gimnasio, piscina cubierta... Yo nunca había visto una piscina cubierta. La luz vaporosa, el eco, el olor, me pareció a la vez fascinante y terrible, con aquella cúpula oradada de lucernas y los estruendosos gritos de los internos recién llegados. Allí se quedó mi hermano, vestido de hombre en un círculo de chicos mojados que le fueron presentados por el hermano Severo. En el coche, al volver, me sobraba espacio. Mis hermanos comentaban los adelantos técnicos del aula de idiomas. Siete, conté. Sentía que la familia se descomponía, que todos iríamos cambiando de ciudad. Uno, dos, tres... ocho ciudades. Se lo dije al pequeño, que estaba a mi lado. Me respondió que él no pensaba hacerse mayor. Casi chillando le contesté que eso era imposible, que todos llegaríamos a tener veinte años, que papá y mamá habían sido niños y se harían viejos como los abuelos. Lo pervertí. No puedo olvidar la cara de asombro primero y luego de dolor que puso antes de echarse a llorar. |
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