Festín de amotinados (2000)

Severo, don Severo

Alicia Martínez

El mejor viaje de mi vida nunca lo hice

y fue contigo.


Severo García, don Severo, está a punto de jubilarse y no conoce el amor. Trabaja en una ortopedia de la calle Carretas desde que España era gris, y no es feliz. Vive en Lavapiés, en una de las corralas electoralmente rehabilitadas, con su gata Greta y un ciempiés disecado que le regaló su desconocido primer amor, el padre Manolo; un cura sin sotana, rechoncho, simpático y nulo sexual.

Severo García, don Severo, tiene frente a él unos ojos que le han crucificado para siempre. En la comisura de los labios se le acumula la saliva, y el sexo le palpita, le palpita... le palpita. Siente una languidez extraña. No quiere mirar al joven romántico. Lo imagina apasionado, lo imagina en su oscura cama, la luz baja, lo imagina lamiendo su cuerpo, y don Severo tiene que cerrar los ojos para controlar el deseo inabarcable.

Al principio sólo fueron unos ojos. Después, Severo se dio cuenta de que detrás había un hombre. En su bolsillo está el número que le corresponde para poder acceder a la mesa de la señorita que le atenderá en los trámites de su jubilación. Severo suda y arrebuja el número en su bolsillo. No puede quitar la mirada de esos ojos. Las personas se agolpan en las colas, pero Severo no las ve, ajeno a la realidad por unos ojos. Ojos negros, enmarcados por una romántica melena azulada, ojos coquetos y canallas, ojos donde arde el poder de saberse bello. Y ejercer de seductor. Pero serlo.

Severo entonces tenía 17 años cuando conoció a “su” padre Manolo. Fue en unos ejercicios espirituales que una vez al año convocaba su colegio en Ávila, ciudad amurallada por excelencia y obligación.

El padre Manolo intentó inculcar en el adolescente Severo los valores de la castidad, pero los ejemplos del mal de la pasión pronto se convirtieron en caricias no deseadas que les ruborizaban, hasta que aprendieron a apagar la luz y así, en la oscuridad, el amor tomaba su propia voz.

El deseo inabarcable corría por las alcantarillas hasta fundir en la inmensidad de Neptuno que no entendía la capacidad y el dolor onanista de las nuevas generaciones.

Severo tenía una madre irresponsable total del aburrimiento de su hijo. Doña Petra era rotunda, cascabelera, novelera, estanquera por viudez militar, y puta por afición. Cuando Severo era pequeño, le dormía con el Ya hemos pasao de Celia Gámez y, no se sabe por qué, el pequeño don Severo (que así fue siempre conocido en el barrio) imprimía a la cancioncilla fascista un toque verderón que no se sabía muy bien qué era lo que había pasado. Y es que como las pollas rojas, ninguna.

Lo más cerca que don Severo ha estado del amor fue mientras sentía las sucias caricias de su padre Manolo. De ahí su amargura cuando atiende a la clientela. Piensa que ha tenido mucha suerte, porque las pocas veces que piensa en una mujer la ve rodeada de ciclo menstrual y paredes empapeladas de compresas: Mujeres abiertas, con sexos acechantes, vaginas dentadas que imagina, labios cuyo único objetivo será absorberlo.

Recuerda perfectamente el día que celebraron el cumpleaños de su tía Conchita con una paella estupenda, y su primo Carlos, que era cuatro años mayor que don Severo, alardeó de sus conocimientos femeninos estableciendo un símil entre el mejillón y “el mejillón”. A partir de ese día don Severo no sólo dejó de comer paella, sino de acercarse siquiera a una pescadería. A partir de ese día, don Severo se convirtió en carnívoro total.

Don Severo, a veces, se acerca a los alrededores del Café Gijón y contrata a algún chiquito que le ofrezca el consuelo de su boca por cinco mil.

A punto de jubilarse, don Severo sigue virgen y tiene frente a él unos ojos que le descomponen, el papel del número se deshace y la gente sigue corriendo turno. Las pantallas digitales van lentas, y don Severo comienza a escuchar un bolero en su cabeza, y sueña... sueña con el Larra moderno, los dos en un salón muy amplio y con mucha luz, girando al compás de una letra caliente y arrastrada:

¿Cómo fue?

No sé decirte cómo fue,

no sé explicarme qué pasó,

pero de ti me enamoré...

Durante todos los años de trabajo en una ortopedia de la calle Carretas, don Severo ha dormido arropado cada noche con el recuerdo de su padre Manolo y los males del infierno que acarrean el pecado de la carne.

Don Severo tiene la casa llena de velas, “porque las velas hacen mucha compañía”, según dice. Todas las noches, don Severo reza el Padre Nuestro e imagina la tentación como un cuarto con baldosas ajedrezadas donde doña Petra, en combinación de seda, acaricia lenta, voluptuosa, el miembro pecaminoso de su padre Manolo. ¿Padre de quién?, y lo esconde en su rojo, brillante y húmedo mejillón.

Con esta imagen, don Severo se decide, traga saliva, estira su chaqueta, carraspea, en su mente el bolero:

¿Fueron tus ojos o tu boca?,

¿fueron tus manos, o tu voz?,

¿fue a lo mejor la impaciencia

de tanto esperar

tu llegada...?

En la pantalla digital aparece un número, que es repetido por la señorita de la mesa correspondiente. El joven se levanta sin quitar sus ojos de don Severo. Entonces Severo, don Severo, advierte que los ojos están acompañados por otra persona. También observa el manejo, cotidiano y familiar, de un bastón de ciego. El acompañante de aquellos ojos, terno gris impecable, chulería de chapero y conciencia de poder, toma del brazo ese amor ciego que nunca podrá concretarse, y le guía hasta la mesa libre.

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