Festín de amotinados (2000)

Borges encuentra a Emma Zunz

Emilio de Miguel

Desde que Cecilia Ingenieros le contó el sucedido de la chica que entregó la virginidad a un desconocido para satisfacer una venganza, la historia obsesionaba a Borges. Rápidamente había imaginado a la protagonista menuda, con pelo negro y unos ojos tristes y llenos de determinación, y le había llamado Emma Zunz.

Había pergeñado en su cabeza los principales detalles del relato y había empezado a dictárselo a su madre. Tardó únicamente dos días en llegar al momento en el que se entrega al marinero. Dos semanas después permanecía bloqueado en esa escena.

El 15 de febrero de 1948, Borges salió de su casa a media tarde. Bajó las escaleras con un trotecito nervioso, golpeando el pasamanos cada tres escalones. Abstraído en sus pensamientos, no devolvió el saludo a doña Florencia, que volvía de almorzar con su hija, y casi arrolló al vecino del primero, que subía cargando un bulto.

En la calle lucía el sol y soplaba una brisa húmeda, que anunciaba que a la noche llovería. Hacía poco había pasado regando el camión-cisterna de la Alcaldía y se olía a tierra mojada. Borges respiró hondo y se encaminó con paso ágil hacia la Recoleta.

Caminaba rápido, ensimismado, con el mundo en derredor convertido en manchones de colores que se deslizaban fugaces ante sus ojos. Iba ajeno a los cláxons de los coches, a los gritos de los vendedores ambulantes, a la sirena del coche de bomberos que casi le atropella al ir a cruzar la Avenida 9 de Julio. Pensaba en Emma Zunz.

Fue cuando la luz de la tarde empezó a declinar que se dio cuenta de que se había alejado mucho y ya andaba bien metido en Palermo. Olía a orines, a humo de autobuses, a fritangas baratas. Desde una ventana abierta un tocadiscos lanzaba los sones de un tango y la radio de un boliche cercano le hacía la competencia, aireando las vicisitudes del partido entre Uruguay y Brasil. Junto a la esquina, dos mujeres discutían acaloradamente en lunfardo.

Siguió andando y es posible que entonces ya no estuviese pensando en Emma Zunz, sino en los años que hacía que se mudaron de Palermo y lo que había cambiado el barrio desde entonces. Y pensando más, debió de decirse que también él había cambiado y lo suyo ya no tenía remedio.

De pronto, alguien le chistó. “¿Quieres compañía?” Se giró sorprendido. Sus ojos cansados apenas vislumbraron una mancha borrosa y pequeña de pelo muy negro. Vaciló. La mancha se aproximó a él y le cogió por el brazo. “Hay un hotelito aquí al lado. Podemos pasar un rato agradable”. Tenía la voz aniñada y olía a un perfume empalagoso. No supo por qué pensó en Emma Zunz y le dijo: “De acuerdo”.

La mujer le condujo a una pensión cercana. En la recepción se registraron como los señores de Videla, como si a alguien le preocupasen sus nombres y su estado civil. Subieron a pie los dos pisos hasta la pieza.

Fue una vez dentro de la pieza, cuando ella encendió la luz, que Borges reparó en sus patas de gallo y en las raíces blancas que se adivinaban en la base de sus negrísimos cabellos y en los agujeros de su cutis, torpemente recubiertos por el maquillaje. Para entonces ella ya lo tenía acorralado en un rincón y su mano gordezuela le había desabrochado el primer botón de la camisa, mientras sus labios iban dejando marcas de carmín por todo su cuello. “No, no”, dijo, o a lo mejor suplicó. “¿Quieres que lo hagamos de otra manera, amor? ¿Me desnudo yo primero?” “Sí”, respondió, aunque no es seguro que fuese eso lo que quería decir.

Ella se apartó un momento. De un movimiento se sacó la camisa por la cabeza y de otro se quitó el sostén. La vista de Borges se quedó quieta en sus pechos, grandes, flojos, veteados de venas azules. La mujer levantó una pierna y terminó de sacarse las bombachas. Ahora, desnuda, empezó a frotarse contra él. Sintió sus senos flácidos contra su estómago, su pubis depilado buscando su entrepierna, sus manos introduciéndose por debajo de su camisa. “No, no”, volvió a decir, y ella le miró con picardía. “Ya entiendo”, dijo, y se arrodilló.

Le abrió la bragueta. Borges sintió sus manos palpándole el pene, que era como una salchicha cruda, blanda y rosácea, y miró hacia el techo cuando lo sacó fuera y entonces se le vino a la cabeza una vieja milonga que una tarde había escuchado en compañía de Macedonio Fernández. Entrecerró los ojos. La lengua de ella lamía la punta de su pene, sus labios se abrían y su boca lo devoraba, sus manos le acariciaban los testículos. Mesó su pelo y una vaharada de perfume barato le invadió.

“¿Qué pasa, papito? ¿No funciona la minga?” Borges miró hacia otro lado. La lengua de ella seguía recorriéndole la entrepierna. Con una mano le acariciaba el vientre, mientras con la otra se rascaba el costado y luego se atusaba las pestañas postizas.

“Está bien así. Dejémoslo”. La mujer se incorporó y empezó a vestirse en silencio. Borges la observó. Lo que tenía mejor eran las piernas. Bien torneadas, con tobillos finos, únicamente hacia los muslos se volvían más robustas.

“¿Cuánto es?” “Quinientos pesos”. Borges comprendió que le estaba engañando, que la tarifa no era esa. Sacó de su bolsillo unos billetes. Los contó y le entregó los quinientos pesos. Ella los tomó con rapidez, se los colocó en el canalillo y lo besó en la mejilla.

Bajaron las escaleras agarrados del brazo, como las habían subido. La mujer le iba diciendo cosas dulces, cosas como “volvé otro día”, “no te preocupes por lo de hoy, a muchos les pasa”, “sos buen mozo”.

Se separaron en la puerta de la pensión. La calle estaba oscura y chispeaba. Borges comenzó el regreso hacia su casa.

Llegó a eso de la una. Entró de puntillas en su dormitorio. Encendió el flexo de su mesa de trabajo. Se sentó y escribió: “El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo”.

Haz clic aquí para imprimir este relato

Ir al siguiente cuento

Volver al índice del libro