Festín de amotinados (2000) |
Ave María |
Dolores Morán Carrillo |
La vibración que producía el convoy de metro entrando en el andén cercano puso un cosquilleo en los pies de Stecha. Acababan de instalarse pegados a una pared del pasillo que Andréi había escogido para ella. Estaba en la confluencia de dos entradas, pasaría mucha gente pero era suficientemente espacioso como para no interrumpir el paso y evitar ser arrollados por los sucesivos golpes de gente que salían de los vagones.
¿Te parece bien el sitio, Stecha? le preguntó. Me da lo mismo, Andréi. Si a ti te gusta estará bien. ¿Te vas a atrever hoy con el Ave María? Tardó un poco en contestar. El Ave María le evocaba sensaciones demasiado hermosas para no causar dolor. Al final se decidió. ¿Por qué no? Oyó como Andréi abría la caja del violín, sacaba con cuidado el instrumento y depositaba su funda en el suelo, dejando caer tres o cuatro monedas. Al mismo tiempo que el leve movimiento bajo sus pies, le había llegado una sucesión de olores, primero el espeso y concentrado del calor subterráneo, el de la tinta aún fresca en los periódicos del quiosco cercano y, un poco más diluido por la distancia, el dulce y envolvente de un puesto de goffres. El olor de los goffres se detuvo, más que en su nariz en sus sienes, y llegó hasta sus ojos, vacíos ahora de imágenes, obligándola a revivir, como en una película llena de colores y sensaciones, las fiestas que daba Liudmila Vasilievna después de cada representación. Duraban hasta el amanecer y Stecha se maravillaba ante el exceso de viandas insólitas. Sobre todo había abundacia de dulces, cosas que jamás hubiera pensado que existieran. Pequeñas pastas que estallaban entre sus dientes dejando un rastro de láminas de almendra, pasteles árabes que ocultaban, como joyas encerradas en su interior, oscuros dátiles, verdes dulces de pistacho, rojas frambuesas. Pero especialmente le emocionaban los croissants franceses rezumando mantequilla. Cogía uno y, antes de morderlo, lo acercaba a su nariz, aspirando el olor que le hacía imaginar un viaje hacia tierras más cálidas, y siempre como meta París. París, esa ciudad cuyo solo nombre le hacía vivir otras vidas, aventuras inconfesables, secretos, triunfos... El olor, más tosco, de los goffres le hizo sentir apetito, pero no de comida. La sopa y el filete de pescado que apenas hacía dos horas había tomado en el albergue habían calmado su estómago. El hambre que sentía era otra. ¿Por qué nos fuimos, Andréi? Porque quisiste tú, mi estrella. La gente que había salido de los vagones pasaba apresurada. El sonido de sus pasos siempre le producía ansiedad. Miles de pies arrastrándose, tacones golpeando, carreras, empujones. Sentía en la cara y en sus ropas el aire que producían todas las personas desfilando delante de ella. Tuvo miedo. Dame la mano. Andréi soltó el violín sobre su funda y encerró las manos de ella entre las suyas. Sintió el calor que el hombre le transmitía. Siempre era así, cuando estaba a punto de desfallecer el aliento de Andréi la incorporaba a la vida. Si no te apetece cantar nos vamos dijo él. No, no, sólo espera. Cuando haya menos gente y un poco más de silencio empezaremos. Cuando veía también le asustaba la gente. Momentos antes de alzar el telón, ya vestida y maquillada solía subir al escenario. Acercaba su cara a la blandura del terciopelo y se estremecía de pavor mientras espiaba los movimientos del público. Cerraba los ojos y escuchaba los murmullos, las risas apagadas, las toses y algo mucho más suave, como el susurro del agua que corre en un arroyo profundo, era el roce de tantas telas delicadas, el satén, el raso, las pieles; todos los maravillosos vestidos que aquellas mujeres llevaban y también el suyo propio, las sedas de la celeste Aida, los velos de Desdémona, el pesado kimono de Madame Butterfly. El crujido de los ropajes le aceleraba el pulso. Soltó sus manos de las de Andréi y las llevó hacia los pantalones vaqueros, buscando, en vano, los tersos pliegues de sus antiguos vestidos. La rigidez de la tela le devolvió la aspereza de sus propias manos. Hacía años que no se daba una crema en ellas, ni en su cara. Tocó sus mejillas y las órbitas de los ojos intentando buscar la línea de unas arrugas que su vista, piadosamente, no le había podido mostrar. ¿Por qué nos fuimos, Andréi? Porque así lo decidimos, Stecha. No debimos hacerlo. Ahora ya es lo mismo. Rusia ya no es lo que era. ¿Por qué nos fuimos entonces de nosotros mismos? Yo no lo hice, mi lugar será siempre aquel en que tú estés. Y el mío donde esté tu música. Sintió en sus hombros la presión de las manos de Andréi, después cómo le apartaba un mechón de la frente. Oyó cómo cogía el violín y le imaginó buscando acomodo entre el hombro y la mejilla. Le oyó probar con dos o tres notas para verificar que estaba afinado. Susurró. Cuando quieras. Stecha inspiró profundamente y empezó a entonar: Ave María, gratia plena... Nunca había sido religiosa. Desde niña fue educada en el más puro agnosticismo, pero cuando cantaba el Ave María se sentía en un éxtasis místico que le hacía elevarse por encima de todo, penetraba en el alma de la Virgen, se identificaba con el mismo Dios. Nuevas oleadas de gente volvían a pasar delante de ellos. Algunos se paraban buscando, incrédulos, cuál era el origen de un sonido tan poco habitual en el metro. Cuando su mirada se encontraba con los ojos cerrados de Stecha, un esbozo de sonrisa se dibujaba en su cara, pero enseguida reanudaban la marcha. De vez en cuando, al sonido de su voz se añadía el del golpe de alguna moneda arrojada a la caja del violín. |
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