Festín de amotinados (2000)

Dos palabras

Moren

Justo antes de apretar el gatillo aquellas palabras acudieron a su mente: “Piedra Guayare”, y se detuvo pensando en qué podía significar eso, con la respiración contenida y la fuerza de las manos concentrada en dispararse entre los ojos.

Bajó el revolver lentamente. Estaba sentado en el sofá con un libro antiguo de catequesis y varias cartas en el regazo. Nunca había sido un hombre reflexivo, no entendía por qué ahora se detenía a pensar aquello. Volvió a hojear el libro de catequesis —el único recuerdo de su madre en el exilio—, y las cartas, y lo dejó todo sobre la mesa de cristal.

Piedra Guayare ¿Dónde había oído eso? Se levantó y comenzó a dar vueltas por la habitación nervioso, encendía cigarrillos y se sentaba en el sofá para levantarse a los tres minutos, iba de aquí para allá, nervioso, sudando. Empezó a estar cansado. Encendió música clásica y se echó en el sofá. Entonces empezó a recordar. Piedra Guayare era el lugar del que Rusconi le había hablado. Como cada vez que recordaba algo de aquello le empezó a latir el corazón Se le quedó una cara amargada y tensa, la mirada impresionada por el horror, y los ojos vidriosos. Cuando trajeron a Rusconi él sólo llevaba una semana allí. Le trajeron arrastrando y lo dejaron en un catre, se quedó en un rincón de dolor y mierda. Tenía marcas de quemaduras de cigarrillos, sangre por todas partes y todo el rostro desfigurado por los golpes. Ningún resto del italiano que luego vio en las fotos, salvo los ojos saltones color verde oliva.

Al principio lo peor es la angustia y tu propio miedo. Después las torturas. Cuando acaban contigo te quedas en un infierno de dolor, dolor físico y dolor mental.

Se levantó y fue hasta un cajón con ropa y sacó una caja. Había entregado todas las cartas que Rusconi escribió y le encargó entregar, pero no había podido entregar esta última. Sacó un sobre sucio y leyó unos garabatos temblorosos que decían Lucila Hernández, una dirección borrosa y Piedra Guayare. La cosa estaba jodida, había militares por todas partes y no pudo entregarlo, pero ya no tenía nada que perder. Y, qué carajo, una promesa era una promesa.

Se levantó y fue hacía el teléfono. Sacó una libreta telefónica y marcó un número.

—¿Aló? ¿Jorge?

—Soy Ricardo Alviar. Escucha...

—No te preocupes. Escucha, es muy importante. Voy a regresar al país, necesito...

—Nooo..., yaaa..., no estoy loco. Jorge, oye, préstame atención, necesito...

—¡Yaaa! Ya sé. Me contó mi prima que tenía como diez milicos rodeándole la casa.

—Lo sé..., me importa un carajo.

—Necesito ayuda cuando llegue a Santiago; y que me averigües todo lo que sepas de una tal Lucila Hernández.

—Tengo que entregar una carta, un encargo de un amigo que murió en Dos Álamos... Daniel Rusconi. Ya te hablé de él.

—Noo..., no estoy loco. Tiene que ser ahora. ¡Jorge! Mira, ya me conoces, no voy a cambiar de opinión.

—De acuerdo, de acuerdo..., muchas gracias compañero. Ciao.

Colgó el teléfono y se quedó pensativo.

Fue hasta la cocina y trató de comer algo. Tragaba mecánicamente, sin ningún apetito; se le había cerrado el estómago. Después fue corriendo al baño y lo vomitó todo.

Sería mejor que se acostase. Al día siguiente haría un largo viaje.

“Siete horas de avión, y luego pasar sin problema por el aeropuerto delante de las narices de los milicos”. Se le había quedado una media sonrisa mientras conducía hacía el sur del país. Llevaba cinco horas de viaje.

Sus ojos estaban fijos en la carretera, pero tenía la cabeza pensando en otras cosas. Pensaba sobre la vida que ya no quería, sobre su pasado. Sus mejores amigos habían muerto o estaban en el exilio. Se acordaba de Daniel. Estaba lleno de heridas y moratones y apenas podía levantarse para ir al baño. Le llegaban a la cabeza retazos de conversaciones con él.

“—Me llamo Ricardo Alviar. Antes de empezar en el partido era médico.”

“—Yo era fotógrafo, pero no sé si podré manejar de nuevo una cámara tal como me han dejado las manos.”

Le ayudaban a comer, y a ir al orinar le limpiaban las heridas.

“‘—Yo vivo en Santiago, pero nací en un lugar llamado Piedra Guayare. Está en el sur. Es muy pequeñito, sólo una aldea. A mí me encanta. Tienes que ir a visitarlo. Son laderas grandes al lado de la selva. Está lleno de casas de piedra y vigas de madera negra, caseríos vascos, porque a principios de siglo se asentaron familias de vascos. Cuando era pequeño los campesinos en todas partes me invitaban a tomar algo. Al otro lado había terrenos donde trabajaban. A mí me daba rabia ver cómo los trataba el terrateniente. En Piedra Guayare el aire es muy denso, caliente y húmedo. Huele muy fuerte, a hierba, a tierra mojada, a pan recién cocido.”

Intentaban no perder la cordura hablándose. Cada uno revivía la historia del otro como si estuviese pasando.

“—Mi apellido Rusconi es del norte de Italia, pero mi abuelo era siciliano. Tuvo huir a América porque no quería colaborar con la mafia.”

“—Una vez hice huelga cuando estaba en la escuela. Los del último curso empezaron a protestar. Nosotros no sabíamos muy bien de que se trataba, pero nos apuntamos igual. Fue divertido porque tomamos la escuela y nos encerramos allí. Entramos en secretaría, encontramos las actas de notas y nos las cambiamos, huevón. Yo tenía un cuatro en matemáticas y me cambié a un ocho. Nos cagábamos de risa.”

Estaba cansado de conducir tanto, iba a entrar en un pueblo, y en un cruce de caminos había una parada de una fila de tres coches. Se le acercó un carabinero muy joven, no debía tener más de veinte años.

—Prepare su documentación. Cuando acabe fila tendrá que presentarla.

Entretanto había delante otro que revisaba los papeles. Se demoraron tanto que tardó media hora en llegar su turno.

— Documentación —se inclinó hacia la guantera y sacó una tarjeta, al abrirla el militar observó perplejo una fotografía con una imagen absurda: Dos payasos de colores que mostraban un restaurante: Restaurante Gallina Loca.

—¿Qué mierda es?... —pero antes de que pudiese reaccionar, el coche había dado un giro violento golpeando las motos y perdiéndose en el pueblo.

Sólo tres horas después le empezó a bajar la adrenalina de aquel incidente y redujo la velocidad.

Tardó unas dos horas más. Notó el clima humedecerse. Se paraba en las fincas y le preguntaba a los campesinos por la aldea perdida. Por fin subió una colina, atravesó un tramo de vegetación frondosa y llegó allí. Una ladera enorme de colinas con caseríos desperdigados.

Preguntó a la gente por la dirección ilegible hasta que un hombre le mostró una casa de vigas oscuras al pie de la colina.

Llamó a la puerta y salió una niña de unos ocho años. Llevaba pantalones cortos y el pelo recogido en dos trenzas. Tenía unos ojos saltones color verde oliva que Ricardo ya conocía.

—¡Mamá!

Salió una mujer morena, de baja estatura. Llevaba un sencillo vestido de algodón e iba descalza por el suelo.

—Busco a Lucila Hernández.

—Soy yo.

La mujer se quedó unos segundos quieta, sin decir una palabra. Luego le condujo por el pasillo hasta una cocina y se sentó en una silla con aire triste. Sabía de quién venía a hablarle. Ricardo pensó que debía tener el horror escrito en la cara si a la primera mirada esa mujer ya supo que era un refugiado.

—Me llamo Ricardo Alviar. Conocí a Daniel Rusconi en el campo de concentración de Dos Álamos. Antes de morir escribió esto para usted.

La mujer tenía el gesto inmovilizado por el dolor.

Se pasaron toda la tarde hablando de Daniel, de los desaparecidos, de los que habían muerto o estaban en el exilio.

—Me dijeron que estaba desaparecido, pero desde hace mucho ya sabía que había muerto. Ahora que tú me cuentas es como si me hubiesen quitado un hierro clavado dentro. Si disculpas preferiría leer la carta a solas.

Se metió en un cuarto y cerró la puerta. Ricardo se quedó sentado en la cocina, metido en sus pensamientos. De repente le sobresaltó una mano que le tiraba de la ropa.

—Señor, señor, ¿me puede acompañar a regar mis tomates? El cubo es muy pesado y no puedo levantarlo.

Era la niña, tenía manchas de barro en las trenzas.

—Cómo no.

Encharcaron una pequeña huerta llena de muñecas tiradas que tuvieron que rescatar del agua.

—¿Cómo te llamas?

—María Daniela Hernández.

—¿Podrías acompañarme a dar un paseo?

Salieron de la huerta y subieron por una ladera. Estaba atardeciendo. Se veían casas repartidas por las colinas. Empezaban a encenderse las luces de las ventanas; luciérnagas dispersas a lo lejos.

Sintió que olía a pan recién cocido, a hierba y a tierra mojada, tal como se lo había imaginado hacía tres años. Y decidió quedarse allí, aunque sólo fuese por algún tiempo.

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