Festín de amotinados (2000)

País 1

 Germán Bayón

En aquel país la gente podía morir a voluntad. Una persona era capaz de detener su corazón con tanta facilidad como cerrar los ojos, o extender un brazo. Había quien decidía morir para escapar de una deuda, o de algún asunto vergonzoso, o del dolor de un amor imposible. Normalmente los ancianos o enfermos se iban así, con naturalidad, no queriendo ser una carga para nadie. Pero a veces perdían sus facultades mentales antes de tomar la decisión. Entonces arrastraban su existencia durante años y años, quizá durante generaciones, hasta que por fin se extinguían como una llamita. Pero esos años servían para conocer el verdadero amor de los familiares y el desapego de los que, a su vez, preferían morir a complicarse la existencia cuidando a un anciano.

La muerte no asustaba a nadie, pues era un recurso al alcance de cualquiera. Esta facilidad para huir del dolor y de la desgracia había hecho de aquellas gentes una raza débil y sensible. En los parques o en los portales de las casas era frecuente encontrar parejas de jóvenes abrazados e inertes que, habiendo alcanzado la cima de la felicidad en un momento, no habían querido descender. Había enamorados que morían de común acuerdo en medio de un beso, u otro acto de amor ante el que la vida palidecía. En un piso encontraron un día una pareja. Él estaba sentado en un sofá y ella tendida, con la cabeza en el regazo de su amado. Él acariciaba la cara de ella. Ella besaba y mantenía apretada contra su cara la mano que la acariciaba. La mano derecha de él colgaba inerte del brazo del sillón y debajo, en el suelo, había un libro. Sin duda se lo habían dicho todo con la piel.

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