Festín de amotinados (2000)

De historias y guerras

Ana Ormaetxea

—Hasta aquella noche el manido cuadernito significó para Morrison “el filósofo” su mejor compañero de viaje en aquella horrible guerra.

—Pero, ¿vosotros sabíais ya que él estaba recogiendo información para su próximo libro?

—¿Nosotros? No, ¡en absoluto!

Ya habían transcurrido cerca de 15 años desde que yo había combatido junto a Morrison, pero el joven universitario que tenía frente a mí, había despertado de nuevo todas las historias y sensaciones que compartimos juntos. Nunca hubiera llegado a sospechar el pasado de mi ex compañero. Cuando aquel estudiante me llamó por teléfono me explicó que estaba preparando una tesis sobre Teorías bélicas. Por lo visto, la historia de Morrison era una de las piezas fundamentales para su trabajo.

—Cuando vosotros conocisteis a Tom Morrison él debía tener unos 38 años. Tom estudió filosofía en Oregón y se especializó en conflictos bélicos, un campo en el que logró consagrarse como uno de los mayores eruditos del país. “La guerra es un mal necesario para la humanidad”, explicaba con vehemencia a su auditorio. “Es imprescindible que las naciones busquen su identidad y ésta sólo se encuentra enfrentándola a otros pueblos. Los hombres necesitan de la guerra para saber quiénes son”. Era uno de los mejores en este campo.

Aquello me sorprendió tanto que decidí contar a aquel jovencito una historia que, en su momento, ni siquiera llegó a afectarme excesivamente. Con curiosidad, el estudiante —cuyo nombre ni siquiera recordaba ya— apuntaba con fruicción todas mis palabras.

—Entonces, es cierto que ninguno sabíais que era un prestigioso profesor universitario...

—En realidad, en aquella guerra, todos desconocíamos la vida que habíamos llevado antes de internarnos en esa pesadilla. La guerra había negado nuestro presente y nuestro pasado. Cada día, tratábamos de reinventar nuestra historia y eso sólo era posible mirando al futuro, inventándonos vidas utópicas que nos ayudaran a alcanzar el ocaso de cada jornada. El calor chirriante, la pesada humedad, la escasez de comida y agua... Todo aquel escenario era sustituído en nuestras cabezas por baños refrescantes, cenas suculentas, bellas esposas y decenas de tópicos imprescindibles para sobrevivir.

Al tiempo que tomaba notas, el joven miraba mi rostro, ávido de escuchar viejas historias de aquel infierno.

— Siempre tuvo un cierto aire de tipo inteligente. La verdad es que Morrison nunca había hablado mucho, pero había logrado ganarse nuestro respeto por sus buenas palabras. En los momentos más duros en los que nuestra moral de combatientes caía derrotada, Tom siempre parecía encontrar las frases más adecuados. “Muchachos. ¿Vais a permitir que cuatro chinos malolientes acaben con vuestros sueños? Recordad por qué estáis aquí. Recordad quiénes sois y a quién defendéis. En estos momentos no sois Jim, Frank o Ben. ¡Hoy está luchando vuestra nación, vuestro país!”. Todavía recuerdo el rostro del capitán escuchando complacido la arenga del “filósofo”.

—Una de las costumbres más típicas de Morrison es que cada noche, mientras todos conversábamos en torno a improvisadas hogueras, é se retiraba discretamente y comenzaba a escribir violentamente en aquel avejentado cuadernito que siempre llevaba consigo. Los primeros día nos mofábamos de aquella costumbre, pero, pronto nos dimos cuenta de que en la guerra nadie está en disposición de reirse de su compañero.

—Por tanto, se convirtió en uno más...

— Si, pero, aquella estúpida guerra iba alargándose meses y meses interminables, al tiempo que nuestra moral cada vez estaba más derruida. El carácter de Morrison se había ido agriando y ya nunca trataba de animarnos con sus palabras. Todavía seguía abandonándonos cada noche, aunque su actitud había cambiado. Apenas escribía, pero pasaba largas horas sentado contemplando aleatoriamente su cuaderno y el horizonte.

—Y, ¿cómo ocurrió todo aquella noche?

—Aquel había sido un día duro. Habíamos caminado durante más de ocho horas con la incertidumbre esperándonos tras cada árbol de aquella maldita selva. La noche era plomiza y apenas podíamos respirar por culpa de la humedad. Cuando estaba fumando mi segundo cigarro un grito cortó la noche: Apenas tuvimos tiempo de mirar hacía Morrison cuando su revólver ya se había disparado. El silencio reapareció tras la detonación, al tiempo que nos incorporábamos con rapidez para contemplar la escena, aquella escena que no por haber visto infinitas veces, dejaba de sorprender. Sorpresa... La sorpresa inicial dio paso a la resignación de aquellos que han visto, como en la suya, la muerte en la mirada de los vivos. Tom había dejado abierto su manido cuadernito con la abierto por la última página:

“¿Quién es capaz de amar sus sueños de verdad, cuando sabe que los romperá conscientemente y sin llorar? ¿Cómo podré hablar si mi alma se esconde más? Aquel planeta de pasión ardió y trajo la razón”

Sólo Morrison, el “filósofo”, podía haberlo descrito así de bien.

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