Festín de amotinados (2000) |
El reloj |
Vicente Pachón |
Máximo miró su reloj. En el aula ya no quedaba ningún alumno. Terminó de corregir los últimos ejercicios y en un instante la tarde se hizo otoño. Dio un pequefio suspiro y observó el aula vacía. Sintió un hormigueo en el estómago. Quizás la soledad de ese momento le inquietaba. Y recordó sus época de escuela, hacía ya de eso casi cuarenta altos, y al maestro don Fabián. Se vio fugazmente con flequillo, chaqueta abotonada y pantalón cortito. El plumier sobre el pupitre de madera. Sus juegos, sus canicas, sus chapas.
Una voz le apartó del recuerdo. Era el conserje que recorría el instituto, como cada día, bajando las persianas. Ay, don Máximo, siempre el último. No tiene que trabajar tanto, hombre, si no se lo van a agradecer. No estoy trabajando, pasa y siéntate. No, don Máximo, aquí no que una clase vacía me da... y sacudió su cuerpo como sintiendo escalofrío. Siéntate, hombre. ¿Sabes que estoy haciendo? Viendo pasar la vida. Y sonrió. Ven, que te lo explico. Desde esta mesa, en esta clase, les paso el tiempo a mis alumnos para que ellos avancen sobre mí. Y yo siempre en el mismo sitio. En el mismo aula. Los alumnos cambian cada año. La vida de ellos se abalanza contra mí, y yo la empujo contra el tiempo, con libros, con ideas... Luego, muy pocas veces, cuando son mayores, vienen a saludarme algunos alumnos. Incluso vienen con sus hijos, y entonces me veo más cerca de la muerte. Joé, don Máximo, me estoy poniendo muy malito. Podía usted hablarme de mujeres o de fútbol. Joé, me aprieta ya hasta el botón de la camisa. Vámonos. Vámonos que me conozco. Que le veo a usted muy malamente. ¿Sabe que le digo? Que tengo abajo en el coche un chorizo de matanza y un vinito de mi bodega, sin química, ¿eh?, y que nos vamos a dar un homenaje Máximo cogió dos libros que tenía sobre la mesa y salieron los dos del aula. Cuando llegó a casa, estaba cansado y se acostó enseguida. Al poner el reloj encima de la mesilla, se le cayó. Temió que no funcionara. Encendió la luz y lo observó. Se fijó en la manilla del segundero y contó: Tres, cuatro, cinco, seis... Respiró aliviado. Y la noche en un instante se hizo otoño. Ya por la mañana, de nuevo en el instituto, le abordaron dos alumnos: Profe, dos preguntas para la revista del instituto. Él contestó con humilde orgullo: Anda, preguntad a otro, yo tengo poco que decir. Profe, que son dos preguntas. Mire, la primera: ¿Qué libro recomendaría como lectura imprescindible? En esto no voy a ser original, El Quijote contestó con poca convicción. ¿Qué frase literaria le gustaría destacar? Ya está el bosque sombrío, pero azul sigue el cielo. Instintivamente, cuando acabó la frase, miró su reloj. Le pareció que se retrasaba un poco, que el segundero iba lento. Pero no quiso preocuparse y para distraerse contó los escalones que iba subiendo, Dieciséis, diecisiete, dieciocho..., si acaba en par, tendré larga vida; si en impar, menos larga. Algunas veces Máximo se entretenía con estos juegos de superstición. En el último rellano tuvo que hacer un alto. Apoyó el codo en la barandilla y la frente, en su mano cerrada. Tuvo que abrir mucho la boca para tomar aire. Un alumno le dijo: Profe, que ya está viejo. Lo que enfatizó más su figura descompuesta. Ya en clase, volvió a mirar el reloj como pidiéndole con piedad que no se atrasara. La poca luz que entraba por la ventana, se reflejaba en su cadena de oro. Comprobó ya asustado, que efectivamente el segundero había ralentizado su marcha. Mientras tanto, los alumnos acabaron el examen. Se levantaron. ¿Pero dónde vais? preguntó don Máximo. Profe, que ya es la hora. La frase le acertó como una espada en medio del pecho, en medio de su miedo. No os vayáis todavía, por favor. Os tengo que indicar el trabajo que tenéis que hacer para mañana. La palabra mañana fue ya casi inaudible. Les habló casi sin fuerzas, sin ganas, y no le escucharon. Y en un instante la mañana se hizo otoño. Cuando llegó al hall del instituto, dos compañeros del departamento, viéndole demacrado, se ofrecieron para llevarle a su casa. Máximo miró la muñeca de su mano izquierda y dijo: El reloj, el reloj, me lo he dejado en la mesa. No, te lo he cogido yo contestó uno de los compañeros. Pero no anda, está parado. Sí anda gritó fuerte, como último esfuerzo. Lo que pasa es que avanza con el pulso, no es de pilas. Así quiso quitarle angustia a su grito despavorido. Lo miró y se descompuso, sintió horror. Estaba parado y en su muñeca tampoco funcionaba, le dio dos golpecitos con los dedos de la mano derecha. Pero seguía parado. Cerró sus ojos y cayó sobre el suelo frío, frío como él. Enseguida una veintena de personas hicieron un pequeño corro alrededor suyo. Su compañero de departamento recogió el reloj, que con el impacto de la mano sobre el suelo, se le había soltado. Se lo puso en el bolsillo de su chaqueta. En un instante, la vida de don Máximo se había hecho otoño. |
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