Festín de amotinados (2000)

Toco madera

Pelayo Alarcón

Para Adela, que puso en mí

todos los sueños de este mundo.


Intentaba leer aunque estaba anocheciendo y con tanto humo apenas si veía las letras. Las luces del vagón del tren se encendieron cuando mi vecina de asiento decía:

—¡Dios mío! ¡Toco madera! No me lo puedo creer, ni que me hubiera mirado un tuerto, hace más de una hora que estamos aquí. Es la primera vez que viajo en tren y me pasa esto.

Había otras diez personas más en el vagón, pero mi vecina de asiento, me miraba a mí sin pestañear.

Levanté los ojos del libro, y sin abrir la boca, estiré los labios hacia las orejas al tiempo que movía afirmativamente la cabeza. No tenía ningunas ganas de hablar. Mi novio me había dejado después de cobrar su parte de la lotería, y yo intentaba convencerme que a partir de ahora me reiría del mundo.

—¡No hay derecho! ¡No hay derecho! —repitió, esta vez mirando a la señora del moño que estaba sentada enfrente de nosotras

—No, señora, no hay ningún derecho. Aquí con tanto humo no se puede respirar —contestó la señora del moño que también se dirigía a mí con los ojos muy abiertos. Por un momento me sentí como si fuera la señorita de la ventanilla de reclamaciones de la RENFE.

—A usted debe ser la primera vez que le pasa, pero yo vengo en tren desde Cuenca todas las semanas y esto ocurre cada tres por dos —contestó el señor que estaba en la otra fila, y que evidentemente era cojo por la enorme alza que llevaba en el zapato derecho—. La RENFE funciona así de mal —continuó diciendo—. El único que llega puntual es el Ave a Sevilla, y eso porque si no tienen que devolver el dinero.

Metí el libro en el bolso asegurándome de cerrarlo bien. Llevaba el dinero que había cobrado de la lotería para dar la entrada del coche. Para mí ese era mi ultimo viaje en tren.

—Si es que son unos sinvergüenzas, ya podían poner remedio de una vez —dijo mi vecina de asiento.

—A ver si la privatizan —dijo el orejas, un chico que estaba sentado a la derecha del cojo, en un tono que hacía dudar entre sí eso sería bueno o que nos enteraríamos de lo que sería bueno si la privatizaban.

—¡Virgen Santa! —exclamó la mujer del moño llevándose las manos a la cabeza—. Yo tenía que estar en Madrid hace dos horas. Mi marido llega de Bilbao y no tiene llaves para entrar en casa. He cogido el tren para evitarme la caravana porque andaba muy justa de tiempo y mire.

No tuvo ninguna respuesta y continuó hablando sola.

—¡Menudo fin de semana! Yo vine a descansar a mi pueblo, y el sábado se murió la vecina en mi casa. Esta mañana de entierro y ahora esto.

El orejas, el cojo y yo misma nos quedamos mirándola con los ojos sin pestañear mientras la señora del moño se sonaba los mocos.

“¡Toco madera!”, pensé, dejando el bolso sobre el asiento y estirando el brazo en busca del mango del paraguas para tocar madera.

—Mujer, lo de su vecina es mucho peor que el retraso del tren — contestó el cojo.

—Y tanto. Imagínese, había bajado a verme para darme un recibo, y empezó a decir que se mareaba, que se mareaba, se sentó y se quedó allí.

Al decir esto se dirigió de nuevo hacia mí. Aparté la vista por un instante de mi bolso y sujeté de nuevo el mango del paraguas tocando madera. A mí los muertos me dan mucho yuyu. El señor calvo que estaba leyendo el periódico una fila delante, se volvió y dijo:

—Pues a usted le ha pasado eso, pero a mí me robaron las llaves del coche, y no encontré a nadie en Cuenca que me hiciera unas de repuesto, y aquí me tiene. Voy a recoger las otras a Madrid, pero mañana tengo que volver a por el coche.

—¡Pues sí que estamos bien! A mí me robaron la mochila con el traje de cuero de la moto, y me he venido en tren porque llovía a mares —dijo una joven que estaba sentada al lado del orejas y llevaba un casco de moto encima de las piernas.

Sujeté el mango del paraguas con las dos manos y pensé: Estos están gafados, ¡toco madera! Mi vecina de asiento guardaba silencio y se mordía los labios meneando la cabeza de arriba abajo.

—Por lo menos, nosotros estamos bien —dijo con un gesto de resignación mientras seguía meneando la cabeza afirmativamente—. A mi suegro lo enterramos el sábado y ni él ni su vecina van a contar esto.

Yo no soltaba el mango del paraguas. Pensé que con tanto gafe junto lo menos que podía pasar era que nos quedáramos allí toda la noche. No dejaba de tocar madera.

En el vagón del tren, sentada detrás de la chica del casco, había una mujer embarazada con cara descompuesta, y junto a ella, un soldado que se levantó del asiento con un cigarro en la mano diciendo:

—A mí se me va a caer el pelo como llegue tarde al cuartel; el sargento tiene una mala leche de la hostia, y cuando le vaya con el cuento del tren me va a dejar arrestado el resto de mili.

—¡Por Dios! No fume que voy a echar el niño por la boca —la señora embarazada intentaba levantarse para ir al lavabo y se dirigió a la señora del moño.

—Lo de usted ha sido gordo —dijo—, pero fíjese, nosotros nos hemos enterado esta mañana que han destinado a mi marido a Don Benito, salgo de cuentas la semana que viene, y hace dos meses que nos compramos un piso en Aluche.

La puerta del vagón se abrió. Un chico que tenía pinta de seminarista, entró diciendo.

—Ha dicho el maquinista que por lo menos tenemos para otras tres o cuatro horas más.

—Pues que manden otro tren a buscarnos —dijo mi vecina de asiento—. Aquí no nos pueden tener así.

La chica del casco, el orejas y el cojo se pusieron hablar a la vez y se levantaron de sus asientos.

—Vamos a ver al maquinista, él es el responsable aquí. Que llame a la central para que vengan por nosotros.

Pensé: “toco madera”. Aquí están todos gafados, yo con lo de mi novio ya tengo bastante. Lo menos que puede ocurrir es quedarnos toda la noche sin comida ni agua y muertos de frío. Además, seguro que esta mujer se pone de parto. Voy a llamar a un taxi con el móvil. Pago lo que sea.

Abrí el bolso y saqué el libro. El corazón me dio un vuelco. No veía el monedero. Tranquila, pensé, seguro que está. Empecé a revolver todas las cosas, y nada. El estómago era un nudo. Saqué todo, vacié el bolso y lo sacudí. El monedero no estaba. No podía ser.

En ese momento se apagaron las luces del vagón.

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