Festín de amotinados (2000)

Crucita Yin

Ernesto Pérez Castillo

...eran las nueve de la mañana, Santo Domingo, ocho de enero...

Juan Luis Guerra

Del ejército se retiró Juanelo por una cojera para siempre que lo identificó desde entonces como “Juanelo el renco”. Él arrastra su pierna con resignación, cual los maderos el señor, y a la tarde lava sus culpas en alcoholes de contrabando.

Así conoció a Crucita Yin. Supo desde el primer momento que era no la mujer de su vida sino una puta de tantas. Como quien lanza una moneda al aire para decidir su suerte de ruleta rusa, al amanecer la invitó a un café con leche náufrago en cualquier esquina.

Ella aceptó y le pidió tres cucharadas de azúcar. Él terminó de endulzar ambas tazas y ya la Crucita roncaba manchando el mantel con su larga cabellera dispersa. La cargó como a un compañero de trinchera herido hasta su casa y allí la dejó sobre su colchón en el suelo.

Crucita al despertar supo inmediatamente dónde estaba. Se desnudó dejándose un pullover que colgaba de la única silla de la habitación, y en tres horas, con calma, limpió el suelo de vómitos, fregó el plato y la cuchara que se aburrían en la mesa, lavó sus ropas y las dos mudas estrujadas que de Juanelo encontró, y tendió al sol la sábana desteñida.

Él apareció justo cuando ella se marchaba con los primeros grises al final del día. Se cruzaron silenciosos en la escalera y sellaron aquel pacto fatal clavando a la par sus ojos en el suelo. Cada amanecer se varan un café largo, amargo, y triste, y discurren día por día hasta el colchón donde duermen separados. Aquello pudo ser la paz eterna si ella no hubiera quedado embarazada. “No es tuyo”, dijo. “Da igual”, respondió él, “lo mismo tendré que alimentarlo”.

La tarde siguiente Juanelo dejó de ser un vago habitual con empleos ocasionales y aceptó resignado el puesto de celador nocturno que ofrecían por su pasado de militar glorioso. Las glorias las lleva inscritas en la pierna izquierda, rodilla abajo.

En los papeles consta que fue herido en combate, y en el corazón le resuena aún el martilleo de su ametralladora disparando contra la ciudadanía. Juanelo recuerda rostros dispersos cayendo rotos por sus proyectiles, y el rostro manchado de vitiligos del que acertó silenciarle la ametralladora con una granada casera.

No le abrieron la garganta a cuchillos porque el jefe de aquel grupo de ilegales heroicos era Caobo Pascal, su amigo de corral y su hermano de putas, que le simuló un disparo en la nuca a quemarropa y lo dejó como muerto después de decirle “me debes ahora todos los rones del mundo, buen maricón”.

El desorden se estableció nuevamente y Caobo logró mantenerse de agregado municipal los tres meses que le alcanzaron para contrabandear las sedas de los paracaídas ocupados en el aeropuerto nacional, y emitir un certificado de herido en combate y una pensión vitalicia a Juanelo. Si bien escasa, les daba una borrachera doble y quincenal que compartían recién paridos por putas en el puerto.

Juanelo se enfunda las viejas botas de militar derrotado y se va a trasquilar la noche entre frijoles, papas y ají. Ni Caobo ni Juanelo recuerdan la primera vez, pero a ratos aparece Caobo Pascal sorpresivo en el almacén a medianoche, y nunca el renco lo deja marchar sin unos plátanos y algo de arroz y de garbanzos para la comadre, aunque mucho ha sabe Juanelo que su compadre vive solo de por vida.

A la larga terminó Juanelo por cederle sus derechos de invalidez, y ha visto cómo a cada visita decrepa Caobo otro par de pulgadas: su nueva costumbre es entrar a escondidas y robarse las viandas creyéndose cauto y veloz. Juanelo le deja hacer por no frustrar sus puerilidades de contrabandista senil, pero teme no reconocerlo un día y cagarla sin remedio.

Después del primer hijo Crucita Yin parió otros cinco, una hembra mestiza entre ellos, y Juanelo los recibe siempre sobre sus espaldas, siempre sin ninguna queja. Sólo uno de los niños, Juanelo, de seis años, se parece a Juanelo, y más recuerda un pajarito mojado que un angelito feliz. Mal simulan una familia aunque los niños no se sobreponen al grito callejero de ¡hijos de siete leches! que no entienden pero intuyen.

El renco y la Yin se evitan constantes bajo techo y soportan el desastre personal que son a dúo. Una vez al mes ponen en la mesa los dineros que cada uno recaudó, y los haberes de la puta duplican en paz los esfuerzos del celador.

Es el único instante que se miran a los ojos. En dos ocasiones ella ha traído lo que él no ganará en un año y desaparece dando un beso a los hijos dormidos. Él la deja partir, mas antes de una semana se lanza tras ella como tras la Magdalena, y la rescata en el último segundo, drogada y sucia, mordida por borrachos hambrientos.

Ella se deja curar porque ve tras sus manos algo de cielo y algo de Lázaro loco. Él la persigue, la rescata, y la cura, por lo mismo. Y porque teme que al dejar de salvarla tendrá entonces que salvarse a sí mismo.

Por eso tras cada huida sale a las calles dejando la huella de su paso en numerosos carteles que gritan: “Crucita Yin, hija de la gran puta, tu marido y tus hijos te llaman, cuernera de mierda, tus hijos te perdonan, Crucita de la mala vida, el señor y yo te esperamos”.

Los muros de la ciudad pregonan los muchos caminos que recorre el Juanelo en sus desafueros de redimidor, y el municipio discute si devolver a los muros el silencio original y multar al loco que los escribe o, conservando el anonimato del autor, declarar patrimonio del folclore aquellas muestras de poesía popular, sobre todo después que se ha visto a los turistas haciéndoles tantas y tantísimas fotos.

Al Juanelo los carteles le sirven para identificar los infructuosos caminos que ya pasó y con ellos acorrala a su puta del alma, internándose en los vericuetos de su corazón.

Pero tanto va el cántaro a la fuente, que también alguna vez la fuente se rompe. Con el séptimo embarazo a cuestas la Magdalena renegada se traficó en el zoológico un somnífero para elefantes salvajes, y con malabares de Borgia en apuros vertió una triple dosis al renco en la sopa.

Juanelo no pudo despertar sino hasta el octavo día, y el asunto se le hizo claro al descubrir en el baño las evidencias de un aborto de percheros. No comenzó la persecución ese mismo instante porque a la tarde era su compromiso de derrotar con su team, Los Leones del Corazón de Jesús, a sus enemigos de historia, Los Rojos del Más Allá.

En el juego le gritaron como nunca: “Tarrú, lavasábanas, maricón de portal”. Él sólo repetía “es una santa”, y al tiempo ponchaba uno a uno sus contrarios. Con el jonrón de la victoria, conectado por él mismo, le llegó la noticia.

Crucita Yin no estaba escondida en ningún rincón de los bajos fondos de la periferia. Había pagado su pasaje para cruzar el Caribe en una embarcación con más pasajeros que esperanzas. En la playa lo esperaban los policías del municipio para que identificara el cadáver.

Esa noche volvió a su rutina, entre frijoles, papas y ají, y cuando vio aparecer a Caobo Pascal borracho y con un ramo de margaritas cianóticas canturreando “lo bueno hay que llorarlo, lo bueno hay que llorarlo”, con calma le dio un tiro en la cabeza al tiempo que recordaba el título de la última novela que leyó: ¿Acaso no matan a los caballos?

Aquel día fatal Caobo debió dejar que me abrieran el cuello, pensaba Juanelo mientras iba camino de la comisaría a autodenunciarse, pero allí alguien lo identificó como el autor de los carteles que tanto lustre dan a la ciudad. El propio concejal quiso conocerle y de una vez le propuso continuar su obra en cuanto muro hallara disponible, pagándosele a tanto por tapia.

Él aceptó. De sol a sol se afana en cursivas rojas clamando por Crucita Yin ante el asombro y el aplauso de los turistas románticos.

Y hay quien dice que le han visto de noche, borrando sus propios carteles, quién sabe para qué...

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